La obra de Oscar Wilde es una de las más versionadas en cine y televisión. Para que se hagan una idea, la IMDb censa, a la fecha en la que escribimos estas líneas, un total de 350 títulos audiovisuales basados rigurosa o libremente en textos wildeanos, desde la primera adaptación, que fue el corto Salomé, nada menos que en 1908, todavía, lógicamente, en la etapa muda del cine. Entre ellas, por supuesto, menudean las adaptaciones de sus obras más conocidas, como El retrato de Dorian Gray, El abanico de Lady Windermere, El fantasma de Canterville, Un marido ideal y, por supuesto, La importancia de llamarse Ernesto, siendo una de las más (re)conocidas esta que dirigió el muy británico Anthony Asquith a principios de los años cincuenta, si bien existe otra, ya a comienzos del siglo XXI, también titulada La importancia de llamarse Ernesto (2002), con dirección de Oliver Parker, que goza de justa fama.
Esta película que comentamos, la de Asquith, sigue pulcramente el texto de la comedia teatral de Wilde, prácticamente sin quitar ni, sobre todo, poner nada, sabedor el director (que también se encargó en solitario del guion) que la delicada filigrana wildeana no requería mucho más que trasponerla al lenguaje cinematográfico, como así fue.
La historia, bien conocida, nos lleva a la Inglaterra victoriana; allí se nos presenta a Ernesto, joven enamorado de Gwendolen, y a Algernon, su amigo, un diletante de verbo florido que es el primo de la mentada Gwendolen. Ernesto le dice a Algernon que en su casa de campo se llama Jack, como recto protector de una sobrina, Cecily, que está bajo su tutela, pero que en la ciudad se hace llamar Ernesto, una especie de “alter ego” bastante más disoluto que el del campo. Jack intenta declararse a Gwendolen, pero ella le dice que se sentía predestinada a enamorarse de alguien llamado Ernesto; entonces a él le entran las dudas: si no me llamara Ernesto, ¿no me amaría?...
Anthony Asquith (1902-1968) era hijo de Herbert Henry Asquith, que fue primer ministro británico durante la Primera Guerra Mundial, así que su vida podría haber seguido la vocación política, y de hecho se educó en Eaton, el selecto colegio reservado a la prole de la élite, pero el joven Asquith optó por la actividad artística, en concreto por el cine, que gozaba en la época de bastante mala fama en los exquisitos ambientes de la nobleza y la alta burguesía británica, a la que pertenecía por cuna. El hecho de ser homosexual (aunque no declarado) tampoco debió ayudarle mucho en la época... En cine ganó fama como buen adaptador de obras teatrales, en especial de las de Terence Rattigan, con el que tuvo una estrecha amistad, pero también versionó a George Bernard Shaw y su Pigmalión, entre otros.
Tiene esta versión de La importancia de llamarse Ernesto una declarada vocación no solo de no ocultar su origen teatral, sino incluso de realzarlo, de hacerlo patente. Ello, lejos de hacerlo teatralizante y artificial, le confiere un raro sentido moderno; y es que Asquith hizo aquí algo parecido (quizá sin pretenderlo; o sí...) a lo que muchas décadas después hizo Lars Von Trier con su díptico teatral, Dogville y Manderlay, una estilización, una sofisticación dramática, casi una sublimación de la esencia teatral. Asquith, para reafirmar ese carácter puramente teatral, hace que al final incluso caiga el telón de un hipotético escenario.
Por lo demás, la obra fluye agradablemente, aunque con una crítica soterrada hacia esa clase alta inglesa finisecular (del siglo XIX, se entiende), a la que el propio Asquith pertenecía, así que conocía bien el paño. Se suceden las envenenadas mutuas pullas de los personajes, intencionadas, inteligentes, con muy mala leche, aunque, eso sí, todas muy elegantes, con mucha clase. Brillan los deliciosos diálogos, aunque es verdad que resultan ya un tanto acartonados; no obstante, luce diáfana la ironía y la sorna de Wilde, que Asquith opta por presentar tal cual.
Hay personajes deliciosos por distintos motivo, como el del joven casadero Algernon, que quiere los favores de la bella y para ello está dispuesto a bautizarse de nuevo como Ernesto, el nombre por el que se pirra su joven enamorada; o el de la madre de la bella, una estricta dama victoriana, pero también un personaje divertidamente hipócrita, que pasará sin solución de continuidad de desdeñar al pretendiente a la mano de su hija, cuando cree que es un pelanas, a adorarlo absolutamente cuando se entera de que está forrado por uno de esos vaivenes melodramáticos tan típicos de los folletones de la época.
Habrá enredos, personajes que dicen ser lo que no son, damiselas que pastorean a sus galanes... en síntesis, una comedia en clave de inteligente farsa, deliciosamente cómplice, aunque también un tanto envarada y, como comentábamos, premeditadamente teatralizante. En el fondo, entre sonrisas amables, la comedia asesta sibilinamente un notable zurriagazo a las endiosadas clases altas británicas, uniéndose creativamente para la ocasión dos hombres, Wilde y Asquith, que sabían bien cómo se las gastaban las élites inglesas.
Gran trabajo actoral, no solo de Michael Redgrave (padre de las actrices Vanessa y Lynn Redgrave), quizá el más famoso de todos, sino también del resto, con especial hincapié en Michael Denison, cuyo Algernon, como queda dicho, es, como dirían los exquisitos caballeros de los que se ríe Wilde, “superb”, soberbio...
(15-12-2024)
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