CRITICALIA CLÁSICOS
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En la cultura europea, occidental y mundial hay dos palabras, "William Shakespeare", que tienen un enorme peso y trascendencia. Las hemos siempre identificado con un varón inglés, que vive a caballo entre los siglos XVI y XVII, y que había nacido en Stratford-upon-Avon, muy cerca de Birmingham, falleciendo a los 52 años. Pero incluso estos esquemáticos datos están en duda, discutiéndose sobre todo la autoría de sus obras. Hay estudiosos que afirman que fueron sus contemporáneos Francis Bacon o Christopher Marlowe los verdaderos creadores de sus incontables obras (mayoritariamente teatrales), e incluso hay otras teorías más curiosas, como la que afirma que fue una hermana del Bardo de Avon la que realmente las escribió.
El caso es que hay un "Universo Shakespeare" que quedará para siempre entre las cumbres de la creación humana, aportando títulos del nivel de Romeo y Julieta, El mercader de Venecia, El sueño de una noche de verano, Hamlet, El rey Lear, Otelo... y tantas otras cumbres de la literatura universal. Y entre esas grandes obras escogidas está también Macbeth, una tragedia que se sitúa en las tierras altas escocesas, en época medieval llena aún de elementos bárbaros, menos refinados que otras zonas europeas. Llevadas al cine en innumerables versiones, las obras de Shakespeare nunca han perdido actualidad, pero quizás Macbeth sea de las menos versionadas en las pantallas (salvo Akira Kurosawa en 1957 y Roman Polanski en 1971), aunque ya en el siglo XXI ha tenido un repentino florecimiento, con aportaciones incluso de Joel Coen, con Denzel Washington y Frances McDormand, como pareja protagonista.
Pero la primera que se filmó de esta tragedia fue en 1948 y de la mano de Orson Welles, cineasta en ocasiones calificado precisamente de chespiriano, si bien de forma estricta sólo se acercó al universo del inglés en esta cinta que nos ocupa, en Otelo y en Campanadas a medianoche. Aquí, como tantas veces en su carrera se enfrentó a innumerables problemas de producción, pero al fin pudo convencer a Herbert Yates, fundador y presidente de la Republic Pictures, una productora pequeña, minoritaria, que filmaba seriales del Oeste o películas de serie B, pero al que el éxito de la versión de Enrique V que hizo en 1944 el prestigioso Laurence Olivier le decidió a apoyar la cinta de Welles. Y luego, en 1952 la casa de Yates, la Republic, llegó a su cenit al financiar nada menos que El hombre tranquilo de John Ford. Así, aquí arriesgó unos pocos cientos de miles de dólares para que esta vanguardista versión de la tragedia escocesa pudiera llevarse a las pantallas.
Rodada casi íntegramente en un gran plató, un paisaje rocoso y sombrío, unas escaleras (todo en oscuro cartón piedra) sirven de fondo a la tremenda y telúrica historia (que elude el naturalismo) de un personaje que se inspira en un reyezuelo verdadero que gobernó, entre 1040 y 1057, una gran parte de Escocia. Personajes como Malcolm, el rey Duncan, lady Macbeth o Banquo... van pasando ante el espectador en una compleja trama de intrigas y traiciones, que se enriquece con los largos y excelentes parlamentos del original literario. Sin apenas nombres conocidos en el reparto, salvo el del director, o Roddy McDowall y la magnífica actriz Jeanette Nolan (de prestigiosa carrera teatral), van jalonando los episodios, con el fondo (casi como de un coro griego) de las Tres Brujas, envueltas en una niebla en lo alto de un promontorio.
Welles logra -como otras veces- sobreponerse a las limitaciones, y con un blanco y negro de fuertes contrastes de John L. Russell, y una música del académico francés Jacques Ibert, orquesta una historia de hasta 22 personajes con fluidez y soltura, quizás con un punto de exageración, que queda patente en el vestuario, las coronas picudas y llamativas del rey y los tocados de las damas, las trenzas y cuernos bárbaros y primitivistas de muchos soldados, en la gesticulación buscada de algunos parlamentos o la mirada alucinada del propio Orson en su personaje protagonista. Y los habituales planos picados y contrapicados aparecen como marca segura de su realizador.
Todo ello hace que la cinta resulte inferior a su inmediata película, Otelo, rodada trabajosamente a lo largo de cuatro años y con continuos cambios de actores, y no digamos si la comparamos con su tercera incursión en el mundo de Shakespeare, Campanadas a medianoche, ya en 1965, con una producción hispanosuiza (e importante aportación de Emiliano Piedra), en este caso no sobre una obra concreta, sino usando como línea narrativa la figura de John Falstaff, cortesano y mentor de Hal, príncipe de Gales, que aparece en antiguos textos ingleses y escoceses, y también personaje chespiriano en Enrique IV, Ricardo II y Enrique V.
Otra vez Welles rodó en tierras españolas (como ya hizo en su anterior Mr. Arkadin), ahora sin problemas de producción -milagrosamente-, contando con un majestuoso reparto con Orson Welles de protagonista (un Welles de 50 años, perfectamente caracterizado como el viejo e intrigante mentor), al lado de la siempre excelente Jeanne Moreau, el gran John Gielgud, el muy inglés Keith Baxter, nuestro Fernando Rey, la veterana Margaret Rutherford, o la hermosa y rubia Marina Vlady, con narración de Ralph Richardson. Como se ve, todo un lujo, como los escenarios monumentales hispanos en ambientación real, sin necesidad de decorados.
Y volviendo a Macbeth, así se completó el periplo del director, que con solo tres títulos entroncados con ese "Universo Shakespeare" (que arriba citábamos) se situó como perfecto autor para visitar la esencia y el espíritu de aquel inmortal inglés, el poeta, el bardo que -se dice- vivió a orillas del río Avon...
(07-01-2024)
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