CRITICALIA CLÁSICOS
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En uno de sus últimos libros el siciliano Leonardo Sciascia ponía en boca de su protagonista, un veterano comisario corroído por el cáncer (como el propio autor) que a estas alturas de su vida para él lo más parecido a la felicidad era la relectura -una vez más- de La isla del Tesoro de Stevenson. Aparte de coincidir totalmente con la opinión del escritor, pienso que si hacemos un trasvase del universo literario al fílmico no se encontraría un ejemplo más exacto para ilustrar la idea de Sciascia (lo más parecido a la felicidad) que revisionar -una vez más- El hombre tranquilo de John Ford.
Director señero en el cine norteamericano, con raíces familiares irlandesas, desde los años cuarenta barajaba la idea de hacer un film pastoral, elegíaco, de la patria de sus padres. Ya con gran peso en Hollywood, con títulos indiscutibles como La diligencia, Las uvas de la ira o Qué verde era mi valle, ese prestigio le permitió ir concretando su idea y darle forma. Sin embargo la puesta en marcha de la producción se fue alargando, y no fue hasta 1952 cuando se pudo estrenar este retrato idealizante que nos narra la vuelta a su pueblo natal de un ex-boxeador con la idea de asentarse allí.
A partir de ahí Ford se mueve a sus anchas, entre lo bizarro y lo socarrón, entre la broma y la hondura, y apoyado en un elenco que abundaba en actores y actrices habituales de su universo fílmico, desde la fogosa y pelirroja Maureen O`Hara al cabezota Victor McLaglen, sin olvidarse de Barry Fitzgerald, Ward Bond, Mildred Natwick... todos ellos capitaneados por un John Wayne, icónico emblema de tantas innumerables cintas del director.
Desde el paseo inicial para reconocer sus viejas andanzas, hasta la estupenda carrera de caballos por las dunas, pasando por la amplia tipología de los pintorescos personajes que pueblan este lugar llamado Innisfree, todo contribuye a conocer con naturalidad, con sensibilidad, la idiosincrasia de un lugar idílico, donde no faltan, sin embargo, los roces y los problemas. Como la feroz oposición del hermano de la heroína con el recién llegado o las habladurías y los resquemores de tantos otros vecinos. Sólo la sabiduría del guión de Frank S. Nugent y la fluida narrativa fordiana para llevarnos de secuencia en secuencia nos conducen hasta un final servido, como todo el film, por una maravillosa fotografía que realza con naturalidad, sin cromos, la belleza natural del paisaje irlandés.
La homérica pelea final entre los dos contrincantes está precedida por una no menos memorable lucha de sexos entre O’Hara y Wayne, desembocando todo ello en un final feliz que parece recompensar a los protagonistas de tantos sinsabores y escaramuzas. John Ford termina así una cinta redonda donde fondo y forma, apariencia y mensaje se complementan con soltura y sabiduría propias de un maestro, un film que fue ganando en reconocimiento a medida que los años han ido pasando, otorgándole una pátina de gran clásico y dándole a El hombre tranquilo una categoría indiscutible.
El propio autor siempre estuvo muy contento con los resultados (a diferencia de otros títulos suyos que confesaba no haber vuelto a ver tras el rodaje), y a finales de los años sesenta del pasado siglo declaraba al periodista Andrew Sarris: "Sí, me gustó mucho. Sobre todo por el ambiente irlandés. Rodé en mi tierra casi natal y los actores eran viejos amigos míos o de la familia, trabajando como compañeros. Así es como me gusta estar en algo tan complicado como son los rodajes".
Y así se completa la mirada a ese gozo sin sombras que es El hombre tranquilo, esa cinta escandalosamente magistral que nos regaló en plenitud de su carrera el viejo Ford...
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