Este Don Quijote de Orson Welles requirió para su estreno mundial el marco de una Exposición Universal - Sevilla, 1992- y un ciclo titulado "La seducción de la utopía". Entonces se hizo realidad en la pantalla una película, hasta entonces inexistente, que el genio del realizador norteamericano filmó en tierras españolas, italianas, mejicanas, a lo largo de veinte años; un proyecto asumido como producción propia, dependiente de dineros conseguidos en ocasionales trabajos como actor que, abusando siempre de su sentido perfeccionista, nunca acabó de rodar ni de montar.
El productor de esta versión, Patxi Irigoyen, rescató buena parte de los múltiples fragmentos existentes en varias partes del mundo y encargó al realizador Jesús Franco --colaborador de Welles en sus rodajes españoles-- efectuar el montaje que considerara más adecuado.
Obviamente, el resultado dista mucho de lo que su autor hubiera hecho, pero, de esta manera, la Historia del Cine recupera, en su mayoría, planos de un rodaje itinerante que, de otro modo, se hubieran perdido. En este sentido, la leyenda de esta película recorre unos derroteros semejantes a los seguidos por Tormenta sobre Méjico, de Eisenstein, filmada por el realizador ruso en tierras sudamericanas; el material existente dio lugar a varias versiones, con distintos títulos y diverso metraje, de las que su autor nunca se hizo del todo responsable.
El contraste entre otros diversos tratamientos y el otorgado por el realizador americano a "su Quijote" deja bien a las claras la agudeza y la novedad de su planteamiento. Debemos entender desde el primer momento que esta versión está lejos de seguir el modelo literario cervantino, de convertir en “plástica” su letra, de limitarse a seleccionar pasajes conocidos o populares.
Quijote, el hidalgo, en la vida civil un español exiliado, Francisco Reiguera, responde a la figura que Gustavo Doré materializó en sus dibujos; en verdad que la interpretación dada por este actor manifiesta desde su personalísimo rostro marmóreo la inquietud espiritual del "loco" cervantino; la contrapartida se obtiene en un Sancho parlanchín, sagaz replicador de su amo, que Welles compone recurriendo a Akim Tamiroff, intérprete de otros títulos suyos como Mr. Arkadin o Sed de mal.
El anacronismo de la indumentaria quijotesca está potenciado al extremo en la película. La pareja protagonista exacerba el aspecto al ser situada en la década de los sesenta del siglo XX, y en la vida cotidiana, urbana y rural de una España en blanco y negro que comenzaba a vivir el auge desarrollista en pleno régimen franquista; es decir, coloca a los personajes en el contexto de una sociedad que conserva acentuados rasgos primitivos al tiempo que acoge novedades técnicas o comunicativas de última hora.
La idea básica sobre la que el cineasta instala su discurso narrativo es que el "progreso técnico" es un nuevo enemigo siempre que no contribuya al "progreso moral" del hombre. Welles es un nuevo Cervantes que sustituye la pluma y la tinta por la cámara y el celuloide; pero ante la premisa indicada, la lucidez wellesiana reconoce su contradicción al estar dependiendo de unos elementos técnicos de los que precisamente se queja su personaje.
El director americano aparece como él mismo, como realizador cinematográfico que rueda una película llamada El Quijote dentro de su película El Quijote, al igual que Miguel de Cervantes se hacía presente y visible en su ejemplar novela mientras ponía en entredicho la autoría de la misma. El autor dentro de su obra, la obra dentro de sí misma, a modo de caja china.
El hidalgo manchego es situado por el realizador entre las fiestas populares de moros y cristianos, en el encierro de los “sanfermines”, en las procesiones de Semana Santa; también frente a la motocicleta y al automóvil, a la radio y al televisor. Las tecnologías actuales, los modernos aparatos, se convierten en poderes fácticos al servicio del hombre; al tiempo, actúan en su contra cuando consiguen deshumanizarlo.
La utopía quijotesca no parece tener sitio ya en la Tierra; por eso, ante una posible hecatombe final, ante un cataclismo atómico, las elucubraciones de la pareja Quijote-Sancho estarían dispuestas a situarse en otro lugar; la Luna, por su pureza, pudiera ser idónea para situar y mantener allí los idealismos de la caballería andante.
Los espectadores de este Quijote echamos de menos secuencias que en esta versión --por razones de derechos-- no están presentes: Don Quijote entra en un cine y quiere imponer justicia, más allá de la pantalla, defendiendo a una jovencita ultrajada. La lanza quijotesca debería encontrar su blanco irreal en el “lienzo de plata” como en el libro lo encontraba en las aspas de los molinos.
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