Esta película está disponible en el catálogo de Netflix, plataforma de Vídeo Bajo Demanda (VoD).
Las incursiones del cine en tiempos prehistóricos se suelen saldar con disparates ahistóricos, poniéndose los descubrimientos arqueológicos por montera y haciendo los guionistas y directores de su capa un sayo, con surrealistas visiones de aquellos tiempos en los que los seres humanos estábamos en mantillas. Así, películas como Hace un millón de años (1966), de Don Chaffey (eso sí, con espléndidos efectos especiales “analógicos” del gran Ray Harryhausen), presentaba un escenario prehistórico que nada tenía que ver con lo que realmente sucedió en aquellos tiempos. Tampoco Cuando los dinosaurios dominaban la Tierra (1970), de Val Guest, era precisamente muy rigurosa, y los bikinis de piel con los que aparecían nuestras tatarabuelas, más bien risibles (además de rijosos...), aparte del dislate que suponía situar en el mismo momento (pre)histórico a humanos y dinosaurios, que nunca compartieron el planeta, en contra de lo que afirmaba la publicidad de la época.
Qué decir entonces de 10.000 (2008), del germano afincado en USA Roland Emmerich, también pródiga en disparates varios. Así las cosas, la película que sigue siendo el epítome del rigor y la seriedad a la hora de acercarse al tiempo de nuestros abuelos prehistóricos sigue siendo En busca del fuego (1981), la epopeya de Jean-Jacques Annaud. Esta Alpha, desde luego, no le va a hacer sombra, ni como producto cinematográfico ni como acercamiento a la Prehistoria. Tiene, eso sí, algunas cosas curiosas, como un argumento que recuerda poderosamente la historia narrada por Joseph Conrad en su novela Lord Jim, el hombre afrentado por su cobardía que vive para redimirse con un acto de valor indubitable, y también el supuesto proceso de aproximación entre hombre y lobo, que terminaría haciendo de este el más fiel de los compañeros no humanos del Homo Sapiens.
Europa, hace 20.000 años. Una pequeña tribu se apresta a cazar una manada de búfalos. El jefe del clan lleva consigo a su hijo, esperando de él un comportamiento acorde con las circunstancias. Pero el chico, en el momento de la verdad, se acobarda y huye; embestido por uno de los animales, el chico queda como muerto y la tribu se marcha dándolo por tal. Pero el muchacho aún vive...
Es difícil (salvo que seas un genio: no es el caso...) mantener el tipo con una historia con tan pocos mimbres, apenas el protagonista, el lobo y poco más, en un proceso en el que los dos animales, irracional y racional (aunque a veces cuesta creer que seamos racionales...), habrán de vencer sus mutuos recelos, aprender a convivir, poner los cimientos de eso que solemos llamar amistad, una de las cosas por las que, evidentemente, merece la pena vivir.
La película se arrastra a lo largo de la hora y tres cuartos que dura, sin ritmo ni idea de tal cosa, con poco que contar, más allá de esos escarceos entre lobo y hombre, sus tímidas aproximaciones, y cómo ese proceso de amistad redundará en beneficio de ambos, protegiéndose mutuamente, colaborando en la captura de presas para la alimentación de ambos, finalmente construyendo un espacio de confianza recíproco. Apreciable intento, pero muy, muy aburrido, además de muy, muy predecible.
Albert Hugues, el director y autor de la historia en la que se basa el guion, firma su primer largometraje en solitario, tras haber trabajado hasta ahora en comandita con su hermano Allen. Tienen los hermanos Hugues cierta tendencia al tema importante, incluso trascendente, como el volumen sagrado que habrá de ser transportado en el mundo apocalíptico descrito en El libro de Eli (2010); tendencia trascendente que ahora retoma Albert con nada menos que la supuesta historia (fantaseada, evidentemente) de la domesticación del lobo para convertirse en perro, un hecho que, ciertamente, como se afirma en la película, cambió la Historia del ser humano (para bien, es superfluo decirlo). Pero Albert, como antes cuando hacía cine con su hermano, es un cineasta de pocas ideas cinematográficas, entra más en la calificación de pegaplanos que en la de artista, como confirma este nuevo y bostezante producto que busca, a la vez, reventar taquillas (sin mucho éxito, me temo) y explicar el Ser Humano (lo que tampoco consigue, como parece evidente).
Kodi Smit-McPhee es un jovencísimo actor australiano que, pese a su extrema juventud (cuando se escriben estas líneas tiene solo 22 años), ha estado ya en varios films interesantes: The road (La carretera) (2009), Déjame entrar (2010, la versión USA), El amanecer del planeta de los simios (2014), Slow West (2015), X-Men: Apocalipsis (2016)... sin duda un carrerón, cuando además, por su peculiar físico, intuíamos que lo iba a tener difícil. Pero, por ahora al menos, está soslayando ese hándicap y consiguiendo buenos papeles. Dicho lo cual, no está aquí precisamente excelso: parece que el joven Kodi requiere de una buena dirección de actores, y Albert Hughes tampoco es bueno en eso. Como curiosidad, citaremos el cosmopolitismo del reparto: tenemos un australiano, una noruega, un islandés, una chilena, un sueco, una canadiense... parece el comienzo de un chiste, pero no lo es... Eso sí, el narrador, en la versión original inglesa, tiene la poderosa voz de Morgan Freeman, todo un lujo...
(28-08-2018)
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