Sam Raimi, confortablemente instalado en los grandes “blockbusters” de la saga Spider-Man (los tres primeros episodios han recaudado en todo el mundo, sólo en salas de cine, la friolera de 2.476 millones de dólares USA), parece que se ha querido desintoxicar de hacer cine como el que comanda un ejército (porque eso es, en el fondo, rodar una superproducción), y ha decidido hacer un filme como los que hacía en los años ochenta, cuando se reveló con la descarada Posesión infernal; hombre, en aquella película contó con un presupuesto de 350 mil dólares, una ridiculez para el que maneja en esta Arrástrame al infierno, pero de alguna forma es un regreso al remanso de paz, por decir algo, del cine de terror que le lanzó a la fama y que, parece claro, es el que realmente le gusta.
Pero Arrástrame al infierno tiene varios problemas. El primero de ellos es que su trama se parece muchísimo a la de la novela Maleficio de Stephen King (llevada al cine con el título de Thinner, que era también el original inglés de la novela), con alguien que hace algo malo a unos gitanos, una maldición proferida, cómo ésta se ceba con el/la protagonista, y cómo deshacerse del susodicho maleficio.
Ese planteamiento, nudo y desenlace es, tal cual, igual en ambos filmes, aunque por supuesto hay variantes. El guión es del propio director y de su hermano Ivan, así que habrá que suponer una de estas dos cosas: o los hermanos estaban sin ideas y echaron mano, con descaro, de la trama kingiana, o desconocían la historia del rey Midas de la literatura y el cine de terror (aquí es donde viene el “ja, ja” correspondiente) y, en un ejercicio de poligénesis, como diría Umberto Eco, han creado algo bastante parecido a la novela de Stephen King.
El segundo problema es que los hermanos Raimi, y sobre todo el director, Sam, opta por esa variante tan extendida actualmente en el género de, antes que producir terror, generar asco, y así nos obsequia con varias escenas de vomitonas de vieja pelleja sobre jovencita mollar, con una prolijidad y una reiteración que hace pensar en cierto regusto no ya por el “gore”, sino directamente por la escatología (en su acepción fisiológica, no religiosa). Así que los Raimi desechan el terror basado en la sutileza y se dedican a golpear directamente en el estómago, con aviesas intenciones nauseabundas (nunca mejor dicho…).
Es cierto que el cine de terror de Sam nunca fue un prodigio de creatividad fílmica, ni su concepción visual pasó de un aprobadillo raspado. Pero aquí se dedica con fruición no sólo al tema vomitivo, sino también al susto fácil, con manidos golpes de efecto tras cortinas o a las espaldas de la protagonista, tan tópicos que ya sólo mueven a la conmiseración hacia un autor que tiene que recurrir a semejante panoplia de ajados clichés.
Así las cosas, poco hay de interés en este Arrástrame al infierno; es cierto que tiene una buena factura industrial, pero eso no es virtud alguna en el cine de Hollywood; además, los efectos visuales e infográficos resultan poco creíbles, lo que no deja de ser curioso en el autor de la saga de Spider-Man, que tiene un altísimo nivel en ese aspecto.
En fin, el interregno terrorífico raiminiano se ha saldado con un evidente fiasco, corroborado por una tibia acogida en la taquilla USA; a lo mejor es que Raimi ya está destinado, para los restos, a llevar a la pantalla las sucesivas aventuras del Hombre Araña, ese tipo en leotardos que ha hecho tanto por la venta de esquijamas entre la chiquillería. Pues nada, a este paso lo veremos dirigiendo dentro de veinte años "Spider-Man 17”…
99'