Continúan haciéndose, simultánea y sospechosamente, películas sobre un mismo tema: hay ejemplos para todos los gustos y de todos los tiempos, desde Las amistades peligrosas (Stephen Frears, 1988) y Valmont (Milos Forman, 1989), ambas adaptaciones de la novela de Choderlos de Laclos Les liaisons dangereuses, hasta 1492, La conquista del paraíso (Ridley Scott, 1992) y Cristóbal Colón. El descubrimiento (John Glen, 1992), las dos sobre la peripecia colombina, y más recientemente la actualización, desde diversas perspectivas, del cuento infantil por antonomasia, en Blancanieves (Pablo Berger, 2012), Blancanieves (Mirror, Mirror) (Rupert Sanders, 2012) y Blancanieves y la Leyenda del Cazador (Tarsem Singh, 2012).
Umberto Eco habla de la poligénesis, la posibilidad de que dos autores distintos, sin conocimiento uno del otro, escriban sobre el mismo tema. No diré yo que no exista esa posibilidad, pero en estos tiempos descreídos más me inclino por el espionaje artístico o, si quieren, industrial. Porque resulta que en este año de 2013 hemos tenido dos filmes norteamericanos con una temática muy similar: Objetivo: La Casa Blanca, dirigida por Antoine Fuqua, y este Asalto al poder, de Roland Emmerich, comparten el hecho de que se ataca y se toma el palacio presidencial norteamericano, supuestamente la fortaleza política más inexpugnable del planeta, en la que mora ese rey republicano que cada cuatro años renueva (o lo mandan a por tabaco) su mandato, con un máximo de dos períodos.
Lo curioso es que, mientras Objetivo: La Casa Blanca ha conseguido una recaudación más que aceptable, cubriendo sobradamente sus expectativas comerciales, Asalto al poder, que ha sido incomparablemente más costosa, se ha saldado con un fiasco recaudatorio notable. Y más curioso todavía es que, a la vista de ambas películas, no se entiende por qué la segunda no ha funcionado en taquilla, cuando se trata de un potente producto comercial con un ritmo impresionante, donde no se da tregua alguna al espectador y las peripecias se suceden sin descanso, en una suerte de montaña rusa que sobrecoge por su sensación de veracidad y donde es fácil dejarse llevar por esta tensión, esta continua descarga de adrenalina. Tengo para mí que el motivo del fiasco del filme de Emmerich está en algo tan tonto, pero a la vez tan relevante, como es el hecho de que se estrenó un par de meses después de la película de Fuqua, y el espectador ya tenía amortizado el tema: había visto ya la coventrización de uno de sus más significativos tótems arquitectónicos, la clave del arco donde reside el poder, el Poder. Así las cosas, ¿para que ver de nuevo lo ya visto? Es cierto que la trama, al margen de hacer cisco la Casa Blanca, es distinta en cada caso, y las motivaciones de cada grupo terrorista son diversas. Pero en esencia el tema es el mismo: un ataque planificado “ad nauseam” a la Casa Blanca, un tipo que pasaba por allí (con entrenamiento especializado, desde luego, y con una ración extra de buena suerte) tiene que salvar al presidente, la alta dirección en cuyas manos queda el país se debate en un mar de dudas, hasta el desenlace final, que resulta obvio, al menos en este tipo de cine industrial.
Asalto al poder, como queda dicho, es un muy entretenido juguete que a ratos parece un videojuego para la PlayStation, pero realizado con la solvencia profesional de un Roland Emmerich perito en grandes “blockbusters”, autor de Independence Day, que durante varios años fue la película más taquillera de la Historia del Cine, y de otros megafilmes como Godzilla, El día de mañana o 2012, en los que siempre han brillado sus dotes para el cine espectacular. Claro que, puestos a preferir, nos quedamos con su Anonymous, ambientado en la Inglaterra isabelina, donde demostró que, además de dirigir aparatosos artefactos de acción, era capaz de ser sutil en dramas metashakespeareanos.
No deja de ser curioso que aquí los malos sean grupúsculos de extrema derecha, racistas y xenófobos, además de los lobbies de la industria armamentística, esa canalla. Que por una vez los malos no sean los rojos ni los moros ya es una novedad…
Channing Tatum sigue siendo un negado para la interpretación: carece de ductilidad, y todos sus personajes se parecen como gotas de agua. Jamie Foxx compone un plausible presidente negro, en la estela de Barack Obama. Pero, por supuesto, nos quedamos con ese portento que es James Woods, que le da peso y alma a su personaje.
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