CRITICALIA CLÁSICOS
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Aunque murió con sólo cincuenta y cuatro años, la vida de Max Ophüls (también escrito Ophuls e incluso Opuls, como en los créditos de este film) daría de sí para una de esas series interminables que triunfan ahora, con no sé cuantas temporadas, cada una de ellas con un puñado de capítulos. Nacido en 1902, en el seno de una familia judía, en lo que se llamó Imperio Alemán tras la unificación del país y la proclamación de Guillermo I (y que sólo duró hasta el final de la Primera Guerra Mundial), Max en realidad se apellidaba Oppenheimer, y se podría calificar casi como un apátrida, y desde luego como un culo de mal asiento...
Aunque sus padres siempre se consideraron alemanes, él prefirió cambiar de apellido, abreviándolo y dándole casi un aire de seudónimo. Llegó más tarde a tener dos nacionalidades (alemana y francesa) y residió a lo largo de su vida en numerosas ciudades. Su quehacer artístico comenzó en el teatro, primero como actor y casi enseguida como director, con una actividad frenética en Dortmund, Viena o Breslau, con obras de Nicolás Gogol, Bernard Shaw, Molière... aunque al llegar la década de los años treinta ya se pasará al cinematógrafo, y en 1932 rueda sus primeros films, La compañía enamorada y La novia vendida.
Pero la llegada del nacionalsocialismo fuerza su exilio de Alemania a Francia y allí, para darse a conocer retoma su film alemán Liebelei (Amoríos) y realiza su versión francesa en sólo doce días: Une histoire d'amour. Aunque siguió trabajando en su nueva patria, sus films no descollaron demasiado, y con la invasión de Francia por Hitler le obligan de nuevo a cambiar de país, siendo ahora los Estados Unidos los que le acogerán, y poco después le darán trabajo, rodando La conquista de un reino, protagonizado por Douglas Fairbanks Jr. y María Montez.
Y en 1948 rueda una de sus obras más renombradas y alabadas, esta Carta de una desconocida, una romántica y enrevesada historia de amor a lo largo de los años, narrada con gran originalidad, con saltos cronológicos y rupturas emocionales que confirman la inteligencia de su director. Sus protagonistas son una joven muchacha, Lisa, y un afamado pianista, Stefan, que viven en distintos pisos en la Viena de comienzos del siglo XX. Ella se enamora y vive pendiente de verlo subir o bajar por las escaleras, mientras él apenas repara en ella. Todo se trunca cuando los padres casan a la chica y se separan la enamorada y el músico, pero nada menos que diez años después llegan a reencontrarse y ahora, tras una cita, sí llegarán a amarse... con muchas otras peripecias hasta culminar en un final excelso con la llegada y la lectura de esa carta que le muestra a él ese amor que ha pasado inadvertido a lo largo de su vida...
Con una fotografía expresionista y tenebrista, con unos decorados decadentes y recargados, unos diálogos que parecen soñados, muchas tacitas de porcelana, muchos cigarrillos en boquillas, noches lluviosas y brillantes berlinas, Carta de una desconocida resulta una explosión de romanticismo demodé, de sublime decadencia y exquisitez asumida. La cinta confirmó la carrera de Ophüls en Hollywood, rodando con continuidad otros films como Atrapados y Almas desnudas, ambas con el gran James Mason. Pero el nomadismo irredento de Max le traerá de nuevo a la vieja Europa, a Francia, donde hará amistad con los jóvenes y apasionados críticos (Rohmer, Truffaut, Rivette, Chabrol...) que estaban a punto de saltar a la historia del cine con su Nouvelle Vague, y allí concluirá su carrera, con cuatro excelsos films que son la cumbre de su ajetreada y corta vida: La Ronda, El Placer, Madame de... y Lola Montes, antes de que su débil corazón acabe con él en Hamburgo en 1957.
De hecho, Carta de una desconocida resulta como un adelanto de esa perfección de su etapa final en Francia y en ella queda palpable su maestría, eso sí, ayudada por el trabajo de dos actores muy dados a la languidez y el romanticismo como la rubia Joan Fontaine y el ambivalente Louis Jourdan, que encarnan con ductilidad a estos dos amantes tan sui generis, más allá del tiempo y los avatares, culminando entre todos una sublime delicatessen, que sería impensable e imposible en el universo fílmico de las décadas posteriores.
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