¿Qué queda realmente de los cineastas europeos que revolucionaron el mundo en la década de los sesenta con sus pujantes cines nacionales? Los del Free Cinema inglés que tuvieron suerte se recolocaron pronto en la industria yanqui. Los franceses de la Nouvelle Vague, salvo Godard (que va a su bola, como siempre) se dedicaron a hacer cine comercial. Los alemanes están en la diáspora: Wenders en los cinco continentes, como un germano errante que quisiera echarle la pata al holandés idem; Schlöndorff en América; Herzog por esos mundos de Dios...
¿Y qué queda de André Delvaux, el cineasta belga más interesante de aquella época? A la vista de la revisión de Cita en Bray, más bien poco, por no decir nada. El paso de un par de décadas ha obrado el raro milagro de convertir lo que nos parecía el no va más de la sobriedad, de la textura del vacío, de la filosofía de la incomunicación, en una cinta aburrida en la que no pasa nada, ni exterior ni, lamentablemente, interiormente: un pianista, un telegrama, una casa solariega, un paisaje bélico, un anfitrión que no aparece, una chica como único nexo de unión entrambos... Cita en Bray resulta entonces un ejercicio de nostalgia para cinéfilos, para recordar cuando éramos jóvenes y nos creíamos todo lo que nos contaban.
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