Renny Harlin, el director de este mamotreto pasado por agua, es como una especie de James Cameron pero a lo pobre. Está especializado en el cine de acción (aunque también ha probado el género de terror), pero siempre con presupuestos mucho menos ambiciosos que los del autor de Titanic y, digámoslo ya, con resultados también siempre mucho más modestos, y en algunos casos francamente lamentables.
Finlandés, con una atribulada historia romántica y profesional (rota en ambos casos cuando aparecieron los cuernos) con la actriz Geena Davis, este avispado escandinavo afincado hace quince años en Estados Unidos llevaba, sin embargo, un quinquenio sin comerse una rosca, al menos en cuanto a taquilla se refiere; tras algunos éxitos de cierta relevancia, como la cuarta entrega de Pesadilla en Elm Street y, sobre todo, Máximo riesgo, con un Stallone aún en vena de estrella comercial, se pegó dos batacazos sucesivos con La isla de las cabezas cortadas y Memoria letal, donde cometía dos errores mayúsculos: uno, hacer que su mujer, Geena Davis, fuera la protagonista de duras historias de acción, en personajes "más fuertes" que los hombres, con lo que los espectadores (varones, en su mayoría, en este tipo de cine) no llegaban a identificarse con aquel personaje que tenía tetas en vez de testosterona; y dos, rizar el rizo de la acción hasta llegar a lo inverosímil, momento en que el público se desenganchaba de unas historias que entraban entonces directamente en el más penoso de los ridículos.
Ahora reincide con esta Deep blue sea, y si bien ha tomado nota de su primer error (sólo a efectos de taquilla, porque desde un punto de vista de equiparación de sexos era encomiable), encomendando a un varón de pelo en pecho el papel de héroe salvador, sigue con historias manifiestamente increíbles, con esta base acuática en la que un grupo de científicos más o menos chalados ha aumentado el tamaño del cerebro de tres escualos para conseguir una droga anti-Alzheimer, pero consiguiendo al mismo tiempo que los tiburones desarrollen una inteligencia prodigiosa y, cómo no, se los merienden uno a uno.
Así las cosas, la película es como un cóctel (bastante aguado, es cierto) de clásicos del género como Tiburón, por supuesto, pero también La aventura del Poseidón e incluso Moby Dick, y hasta tiene algún recuerdo icónico para El silencio de los corderos. Demasiadas influencias para un pastiche al que se le notan las costuras por todos lados, con unos actores manifiestamente mejorables, entre los que sólo destaca un Samuel L. Jackson que se ve como gallina en corral ajeno (o como pez en acuario extraño, para ser más exactos), con unos efectos digitales que con frecuencia resultan irreales, notándose a la legua que los supuestos tiburones sólo existen en el disco duro del ordenador que los ha creado, y una sensación de naufragio general (qué propio, dado el tema), en el que el final, con la correspondiente y metafórica sopa de aleta de tiburón, habitual en este tipo de (sub)productos, apenas si deja el tiempo suficiente para que estrujemos este filme-clínex, lo arrojemos a la papelera y nos olvidemos de él en cuanto cruzamos el umbral de la puerta del cine.
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