Deuda de sangre

Clint Eastwood hace tiempo que se convirtió en un clásico, como todos sabemos; hubo una época en la que, por una miope visión ideologizada de su cine, se le negó el pan y la sal, pero, como suele suceder, al final su talento arrolló tanto prejuicio como lo encasillaba en unos papeles y unas posiciones excesivamente etiquetadas.

Ha hecho mucho y buen cine como director desde que, allá por los años ochenta, salió de la crisálida de un cine banal para dar muestras de genio en El jinete pálido y Bird, para seguir en los noventa con títulos como Sin perdón, Un mundo perfecto, Los puentes de Madison, Medianoche en el jardín del Bien y del Mal o Ejecución inminente. Pero también es cierto que Eastwood, como bien sabía Wilde, no puede ser sublime sin interrupción, y para muestra, este botón, este Deuda de sangre un tanto más apagado que los filmes citados.

La innovación en este caso está en la curiosa peculiaridad del detective protagonista, un ex agente del FBI con un corazón trasplantado, que habrá de volver a la investigación cuando un antiguo asesino en serie le desafía a que le desenmascare.

El juego de inteligencias entre ex poli y "psycho-killer" no está mal, aunque pronto se ve venir por qué se producen los asesinatos y cuál es el juego del criminal. El hecho de que el protagonista no sea el típico héroe juvenil, apolíneo y cachas, sino un anciano enfermo con el corazón de una mujer hispana dentro de su pecho, imprime un valor especial a esta película extraña, pero es cierto que la trama no está conseguida, que se adivina enseguida por donde van los tiros (nunca mejor dicho) y que la elección del asesino no es precisamente para dar el Oscar al Mejor Casting al encargado del reparto.

Queda la presencia siempre imponente de Eastwood, incluso ya en papeles de viejo provecto como en este caso, y queda el clasicismo de un autor que, incluso en filmes menores, como éste, mantiene el tipo admirablemente y sigue dando lecciones de cómo hacer cine.