Renée Nader Messora es una guionista, realizadora y directora de fotografía brasileña. Está casada con el guionista, realizador, actor y montador Joâo Salaviza, lisboeta. Ambos tienen en común, además de una hija, varias películas (cortos y documentales) como directores y guionistas, siendo esta hermosa El canto de la selva su primer largometraje de ficción en comandita.
La acción se desarrolla en una selva al norte del Brasil, en plena Amazonía, en la actualidad. Allí vive la tribu de los Krahô. Ihjâc, un joven de 15 años, que pertenece a esa tribu, casado y con un niño pequeño, acude a lo más intrincado del bosque y allí habla con su padre (del que solo oímos su voz), muerto hace algún tiempo, quien le reclama que realice los ritos funerarios para cerrar su ciclo y que pueda descansar en paz. A partir de ahí, el joven se siente desasosegado; le dice a su esposa, Kôtô, que al escuchar la voz de un muerto teme convertirse en chamán, cuando él quiere ser una persona normal. Consultado el chamán de la tribu, le dice que una entidad mágica de la selva, la "maestra guacamayo", quiere convertirlo en chamán y que para evitarlo debe irse durante algún tiempo, hasta que se le olvide. El muchacho se marcha a la ciudad esperando que se produzca ese olvido...
Tiene El canto de la selva (hermoso título español, aunque el original no lo es menos, algo así como “La lluvia está cantando en la aldea de los muertos”) el encanto de la comunidad que la protagoniza, esa tribu Krahô que es auténtica, y sobre la que Messora y Solaviza han construido su historia, que tiene elementos reales pero también otros ficticios, en una suerte de docudrama interpretado por actores no profesionales, los propios indígenas de la tribu, que actúan con la desarmante frescura de la no impostación, de la falta de técnica, lo que confiere a la película una sorprendente naturalidad, como si nos coláramos en la vida real de estos indígenas de nuestro tiempo que, aunque siguen sus ritos tradicionales como hace miles de años, visten con calzonas de Nike o hablan por teléfono con total normalidad: tradición y modernidad en una misma pieza, pero en la que la fuerza de lo telúrico tiene una importancia fundamental en sus vidas.
Así, cuando el protagonista es interpelado por su padre muerto para que finalice sus exequias conforme a lo establecido inmemorialmente por su pueblo, el temor a convertirse en alguien que no quiere ser, un chamán (figura a la vez importante y temida en la comunidad), le hará poner tierra de por medio. Todo ello está dado con una puesta en escena de equilibrada composición, con una elegancia natural, con planos largos, calmados, sin prisas, recreándose los directores en la belleza lujuriante de la selva amazónica pero huyendo de la postalita turística, dándole al paisaje el valor de un personaje más, donde todo es posible, como que los muertos hablen o que un madero lanzado al río se convierta instantánea, prodigiosamente, en una hoguera en el agua, en una suerte de realismo mágico tal vez no deliberado. Con una composición hierática de las escenas, que busca centrarse en los rostros de sus personajes, Messora y Salaviza reflejan en esos rostros primitivos la inocencia, la candidez, la ingenuidad de lo primigenio, de lo que no tiene sombra de malicia, de gentes que viven conforme a sus códigos (aunque conozcan los nuevos traídos por los blancos) desde hace miles de años.
Formalmente la película también tiene otras varias curiosidades, como la premeditada ausencia de elipsis, como ocurre cuando el chamán entona la letanía para proteger al protagonista de la “maestra Guacamayo”, el ente de la selva que lo quiere como chamán, una letanía que no se nos hurta en absoluto, jugando con los sonidos repetidos en un juego que tiene algo de hipnótico, en una representación de la tradición y de las animistas creencias ancestrales de la tribu.
También es interesante la forma en la que los directores encuadran a su protagonista en su estancia en la ciudad, en diálogos en los que con frecuencia el interlocutor blanco permanece fuera de plano, mientras que la imagen se centra exclusivamente en nuestro personaje, subrayando con ello subliminalmente qué es lo que interesa realmente a los realizadores.
Como contraposición, Messora y Salaviza juegan también la carta costumbrista, poniendo en escena imágenes de la vida cotidiana de los integrantes de la tribu, desde la preparación de las comidas a la pesca en el río, y de forma principal en el último tramo del film, los ritos funerarios del padre del protagonista, que habrán de dar lugar al olvido del muerto y a centrarse en los vivos, en la peculiar, pero tan razonable filosofía de los indígenas Krahô. También contraponen los directores el ambiente lleno de gracia de la selva, donde todo es puro, con la estancia de Ihjâc en la ciudad, con largos tiempos muertos en los que no se hace nada, o lo que se hacen son banalidades como jugar a vídeojuegos, un mundo donde la burocracia, el egoísmo y las estupideces del mundo moderno no casan con las necesidades del muchacho que no quería ser chamán.
Es notable cómo los directores hacen que los humanos aborígenes y los animales se interrelacionen con total normalidad, como iguales moradores de la selva, de la Tierra, en la que no hay prelación de superioridad entre especies, todo ello en la inmensa Amazonía, bellísima y verdérrima, que como queda dicho es un personaje más, lleno de fuerza, en una historia callada, con un halo de misterio natural, de misterio lleno de gracia y armonía.
En puridad un documento etnográfico, aunque en clave de ficción, El canto de la selva se cierra con una imagen estática, bellísima como toda la película, que enlaza con la del comienzo, y que concluye, de forma abierta aunque ominosa, la peripecia de aquel adolescente, ya esposo y padre (los plazos vitales en la selva corren mucho, quizá demasiado: o quizá sea el tiempo natural del ser humano, que hemos desquiciado con la civilización), que quería ser uno más en su tribu, vivir día a día, ver crecer a su hijo, ser razonablemente feliz.
114'