La tradición del cine negro en España es, ciertamente escasa. En los años cincuenta y sesenta se hicieron algunos títulos notables (Apartado de Correos 1001, Brigada criminal, Crimen de doble filo, El cebo), pero no existe, en puridad, un cine negro a la manera que lo hay en Estados Unidos o Francia, los países donde mejor ha arraigado este género. Por eso llamó poderosamente la atención a principios de los años ochenta que José Luis Garci, que hasta entonces se había especializado en emotivos melodramas sobre la generación perdida del franquismo (Asignatura pendiente, Solos en la madrugada, Las verdes praderas), afrontara un envite tan distinto a sus anteriores empeños.
Lo cierto es que Garci consiguió con este filme su última buena película; al año siguiente llegó la edulcorada Volver a empezar, con la que llegó a la cima de la industria, al ganar el primer Oscar para España a la Mejor Película en Lengua No Inglesa (denominación oficial del galardón generalmente conocido como Mejor Película Extranjera), y comenzó un declive que ya no le abandonaría.
Pero El crack contiene lo mejor de Garci: es cine negro, sí, pero adecuadamente adobado con ese cierto casticismo que, en su justa medida, le otorga al filme un corte celtibérico que no tiene por qué ser casposo (y no lo es). Entronca también con el mejor film noir, tanto a la norteamericana como a la francesa, con una denuncia de los turbios manejos del poder cuando éste se siente acosado en su preponderancia, en su intangibilidad.
Bien contada, con momentos de fuerte tensión emocional, la última buena película de Garci no sería lo que es sin la matizadísima interpretación de Alfredo Landa, por aquel entonces recién salido del landismo, en ciernes aún de dar un giro a su carrera que le convertiría en uno de los mejores actores de su generación. El detective privado que interpreta, Germán Areta, se convierte pronto en un personaje rotundo, que sabe a auténtico. La ambivalencia del hombre duro en el abyecto paisaje propio de su profesión y su ternura secretamente paternal con la hija de la mujer que ama desvela insospechados matices en un actor al que todos (yo el primero) reputamos unos años antes como un comicastro sin redención.
Algunos secundarios también están espléndidos: Miguel Rellán nos llega profundamente con su rol de ladronzuelo (más o menos) rehabilitado, recordándonos que el ser humano es capaz de lo peor, de lo mejor, y otra vez de lo peor. Manuel Tejada está excelente como el satisfecho policía bon vivant, corrupto hasta las trancas a pesar de sus bien cortados trajes y su look impecable, un hombre que ha apostado por forrarse el riñón y blindarse en los muladares del poder antes que por servir a la sociedad que le paga.
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