Paul Thomas Anderson es un guionista, productor y director de peculiar filmografía: tiene tendencia a los grandes temas, lo cual puede jugar en su contra, como ocurría en Pozos de ambición (2007), aunque también le ha dado grandes momentos, singularmente Magnolia (1999), que sigue pareciéndonos su mejor película. El resto de su filmografía de largometrajes de ficción (tiene también una nutrida carrera como director de vídeos musicales) es, entonces, bastante despareja, irregular, con cosas apreciables y otras de bastante menor interés.
Con El hilo invisible toca la de arena: Londres, años cincuenta. El diseñador de moda Reynolds Woodcock (al parecer parcialmente inspirado en el español Cristóbal Balenciaga) es el modisto de referencia; sus creaciones visten a familias reales, millonarias, divas, estrellas y toda esa ralea que se considera mejor que el resto de los humanos. El diseñador, un soltero recalcitrante lleno de manías, casi un Asperger de libro, vive con su hermana, la férrea Cyril, con la que lleva una vida monótona y sin altibajos, hasta que conoce a Alma, una chica de baja extracción social, de la que se enamorará. La muchacha, fascinada por la clase, el lujo y el oropel del exquisito modisto, cae en sus redes, se traslada a su casa y comienza una relación un tanto ambigua con él...
Decía Billy Wilder, que algo sabía de eso, que el primer mandamiento del cine es no aburrir. Yo añado que, si una película aburre, no es buen cine. Y El hilo invisible, me temo, aburre a las ovejas, en especial toda la primera (y larguísima: seguro que tiene más de los 60 minutos estándares...) hora, en la que nos cansamos de las miraditas de los personajes de Reynolds y Alma, de los encajes que cosen, de los alfileres entre los labios para coger los dobladillos, de la vacuidad más vacía (valga la redundancia...). Ese tiempo induce al sueñecito, ese pecado mortal en el cine, al que no estamos seguros de no haber sucumbido... Tampoco es que el resto de la historia de estos dos que “ni-contigo-ni-sin ti” sea de mucho mayor interés, pero al menos despeja (más o menos...) las brumas de la soñarrera.
Por supuesto, la historia de El hilo invisible es la de la difícil convivencia de dos caracteres diametralmente contrapuestos: él, maniático, un genio de la aguja, pero también un tipo infecto de trato imposible cuando se le lleva mínimamente la contraria, un misántropo (más que misógino), un ser que sería feliz si viviera solo con su hermana, las mujeres ricachonas a las que viste (pero, eso sí, siempre que se comporten con lo que él cree que es el decoro...) y, porque no tiene más remedio, la cohorte de muchachas sastras que transfieren a la tela lo que el artista imaginó en papel; ella, una chica corriente, fascinada por el aura del mito, pero que querrá, con buen criterio, que su coexistencia no sea un monólogo de él, sino una relación entre iguales. De esa fricción, como cabía esperar, surge el conflicto, si bien éste se encuentra pésimamente desarrollado por el guionista y director, que son la misma persona, este Paul Thomas Anderson que, nos tememos, esta vez no ha dado en la tecla.
Con resabios del universo Hitchcock, como esa hermana castradora cuya caracterización incluso físicamente recuerda poderosamente al ama de llaves de Rebeca, El hilo invisible se va desenrollando (ya que la cosa va de hilos...) con exasperante lentitud, haciéndose nudos cada dos por tres, con dificultad para enhebrar la aguja y, dejando a un lado ya esta metáfora de alfayates, con un final desconcertante que más bien es una ruptura, una enmienda a la totalidad a todo lo que hasta entonces hemos visto.
Film fallido pero irreprochablemente filmado (Anderson es un exquisito, aunque con frecuencia no sepa poner su talento al servicio de buenas historias), tiene un tufo de elitismo en la divinización del diseñador maniático que no resulta precisamente agradable. Todo en el film tiene mucha clase pero ningún interés, pésima mezcla que recuerda el cine de Terrence Malick, que podría haber dirigido esta insensatez bostezante.
Daniel Day-Lewis, al que reconocemos su calidad pero también que con frecuencia parece tener un tornillo flojo, quizá ha puesto demasiado de sí mismo en el papel, lo que no sé si en este caso era algo positivo para el personaje. La luxemburguesa Vicky Krieps, que hasta ahora ha frecuentado los papeles de mujeres revolucionarias (Si no nosotros, ¿quién?, El joven Karl Marx), funciona mejor cuando presenta batalla al cursi del diseñador, pero no termina de convencer en su papel de amante entregada al mito que, simultáneamente, la quería y la vejaba. La que está fantástica es la actriz shakespeareana Lesley Manville, que se come al resto del reparto (Day-Lewis incluido) cada vez que aparece en pantalla.
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