Parece que Ridley Scott no va a reeditar con este El reino de los cielos el rotundo éxito que obtuvo hace algunos años con otro film (más o menos) histórico, Gladiator. Los motivos son varios: desde luego, Orlando Bloom no tiene ni el empaque ni el carisma de Russell Crowe: el bueno de Orlando daba bien como alfeñique seráfico que donde pone el ojo pone la flecha en El Señor de los Anillos, o como el enclenque Paris de Troya, pero no parece, ni por un momento, el rocoso, sólido, pétreo guerrero que debió ser este Balian que tuvo la osadía de oponerse al todopoderoso sultán Saladino, terror de los cristianos del siglo XII allende en los Santos Lugares.
Pero no es el único problema: también lo es el excesivo discursivismo de los diálogos: todos hablan con frases lapidarias, de ésas que parecen estar reclamando un friso marmóreo donde ser esculpidas. Además, Scott abusa de la infografía y ni te crees los monstruosos ejércitos que se ven a la legua no existen más que en el disco duro del ordenador del equipo de efectos especiales, ni tanta sangre infográfica ayuda a meterse de lleno en las muchas escenas de batalla que menudean en el filme.
Así que, si no tenemos un héroe con el que mínimamente poder identificarse, los personajes hablan como si fueran Séneca, y además las guerras parecen de videojuego, ¿a qué se agarra el espectador? A la esperanza de que, en algún momento del film, aparezca algo de cine; éste lo pone, en todo caso, la sobrecogedora, casi invisible aparición de un Edward Norton como el rey leproso de Jerusalén, Balduino, y que es de los pocos que pone algo de cine auténtico. También Jeremy Irons aporta su estatura artística, muy superior al resto del film.
Lo demás carece de fuerza, es pura filfa: no sólo Bloom, sino también la muy elogiada (no sé por qué, aparte de por evidentes razones de belleza física) Eva Green, cuyo personaje, es cierto, es bastante esquizofrénico. Así las cosas, ¿qué queda de este El Reino de los Cielos? Pues aparte de una más bien plúmbea aventura bélica, una lectura de no mucho rigor histórico sobre el fenómeno de las cruzadas, que ciertamente merecerían muchas películas, pero más adecuadamente tratadas, que nos contaran lo que de aventura política, más que religiosa, tuvo aquella parte de la Historia, y cómo el poder, antes que la gloria, estuvo en el ánimo de los que la propiciaron (no de los que murieron en ellas, por supuesto, que eran mera carne de cañón).
Hay también, desde luego, una lectura que se pretende actualizada sobre las relaciones entre cristianos, musulmanes y judíos, en estos tiempos crispados en los que parece que la convivencia tolerante no es posible. Lástima que esa visión de una sociedad multicultural y multirreligiosa no sea, a estas alturas, más que un bendito, ingenuo deseo, antes que una realidad, que es bastante más pavorosa.
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