La película de David Fincher Seven puso de moda la sorpresa final, y desde entonces otros filmes han entrado de lleno en ese mismo juego, desde The game a Abre los ojos. En ellos prácticamente todo está en función de esa última pirueta que da sentido a todo lo anterior, lo que tiene sus inconvenientes: si la historia que se cuenta tiene fuerza y originalidad por sí misma, como en la intriga de Alejandro Amenábar, todo cuadra, y el estrambote final lo que hace es terminar de perfilar una obra global, entera, redonda. Pero si lo único brillante es el último giro, todo lo anterior se queda en un castillo de naipes que se cae al menor soplo.
El sexto sentido se queda en una tierra de nadie entre esas dos posturas; el rizo final es sin duda habilidoso, y pone las cosas en su sitio, pero lo malo es que en los cien minutos anteriores lo que se nos cuenta promete más de lo que da, en una historia con niño que ve muertos por todas partes y el psicólogo que intenta ayudarle. Pero el director y guionista M. Night Shyamalan parece más interesado en las escenas "con susto", en la peor tradición del "giallo" italiano, que en armar una historia con una mínima ligazón y una coherencia razonable.
Menos mal que se logra a ráfagas una atmósfera de terror con los elementos más simples: véase, por ejemplo, la secuencia inicial, que combina con acierto el terror realista con el psicológico. Cabe pensar que han sido escenas como ésa y alguna otra, así como la famosa pirueta final (que no destriparemos, como es obvio), las que han hecho de El sexto sentido el gran éxito de taquilla que ha sido.
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