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Marco Bellocchio (Bobbio, 1939) es el último de los grandes directores italianos en activo. Perteneciente a la generación inmediatamente posterior a los grandes neorrealistas (los difuntos Rossellini, De Sica, Fellini, Antonioni, Visconti, entre otros), los de su generación están muertos (Bertolucci, Scola, Leone, Olmi) o ya están tan mayores que no es fácil que vuelvan a dirigir (Paolo Taviani, huérfano de hermano tras la muerte de Vittorio). Bellocchio se caracterizó, en sus primeros años, en las décadas de los sesenta y setenta, quizá las más frescas y creativas de su carrera, en un tipo de cine de denuncia política y social, en el que puso en jaque a instituciones tradicionales de la sociedad, desde la familia burguesa (Las manos en los bolsillos, 1965) a la Iglesia (En el nombre del padre, 1971), pasando por la clase política supuestamente de izquierdas (China está cerca, 1967), la prensa sensacionalista (Noticia de una violación en primera página, 1972), el ejército (Marcha triunfal, 1976) y la Justicia (Salto en el vacío, 1980). Tras esas dos décadas efervescentes, con la drástica rebaja en el tono radical político en las siguientes décadas, su cine se hizo más ecléctico. Se dio cuenta de que “China no estaba tan cerca” (afortunadamente, tras la horrible etapa de “La banda de los cuatro”), y a partir de entonces, sin abandonar su temática política, su cine se hizo más variado, menos sectario.
En los últimos tiempos Bellocchio sigue manteniendo un buen pulso narrativo y sus temas se han ampliado notablemente, incluyendo hasta el género fantástico en films como Sangre de mi sangre (2015), y ahora, con este El traidor, entra de lleno en el thriller de base histórica, al narrar la peripecia de Tommaso Buscetta, cuya delación de sus compinches de Cosa Nostra dio lugar al macroproceso contra la organización criminal que montó el juez Giuseppe Falcone. La historia se centra en Buscetta, un hombre peculiar, casado varias veces, con numerosos hijos de sus distintas mujeres, exiliado en Brasil cuando se sintió amenazado por la facción rival de Cosa Nostra, comandada por el tristemente famoso Totò Riina; capturado por la dictadura brasileña a comienzos de los ochenta, será torturado y finalmente extraditado a Italia, donde se prestará a colaborar con la Justicia, desenmascarando la operatoria y la dirección del ente delincuencial siciliano, lo que lo pondrá (a él y a toda su parentela, por muy lejana que fuera) en la diana de sus excompañeros mafiosos.
Tiene El traidor el sabor del gran cine italiano de denuncia; es como si Damiano Damiani, Elio Petri y Francesco Rosi hubieran resucitado y pusieran de nuevo en imágenes sus historias político-sociales, pero ahora con mayor calidad, porque los citados eran comprometidos pero no especialmente exquisitos, cosa que sí lo es Bellocchio. La narración de la historia de Buscetta tiene muchos recovecos, muchas historias tangenciales perfectamente imbricadas en la trama central, aunque sobre todas ellas sobresale la del propio Don Masino (que era como le conocían coloquialmente sus compinches mafiosos), el hombre que habrá de traicionar a los suyos para salvarse él y, sobre todo, intentar salvar a los suyos: Buscetta pondrá en la balanza la fidelidad a quienes él cree que en realidad han traicionado la esencia inicial de Cosa Nostra (donde tenían a gala, como cuestión de honor, no incurrir nunca en el asesinato de bebés, niños y mujeres) y, por otro lado, el bienestar, la vida de la gente que quiere, y finalmente tomará la decisión que le marcará de por vida.
Pero El traidor es también el relato de la lucha del estado contra esta lacra, con funcionarios competentes e irreductibles que se sabían objetivo de Cosa Nostra y, a pesar de ello, hicieron lo que tenían que hacer: como el juez Falcone, al que los mafiosos reventaron literalmente (junto a su esposa y tres escoltas) al explosionar mil kilos de dinamita bajo la autopista por la que su coche se dirigía al aeropuerto de Palermo. Como los jefes de Policía que investigaron a Cosa Nostra, que serían asesinados alevosamente. Pero también El traidor es una denuncia de la complicidad con la mafia de buena parte de la clase política (el caso de Giulio Andreotti, que fue siete veces presidente del gobierno y decenas de veces ministro, es paradigmático), una clase política al que años más tarde otro juez, Antonio di Pietro, devastaría con la operación Tangentopoli, que acabaría con el corrupto sistema de partidos creado tras la Segunda Guerra Mundial (es cierto que el orden posterior no ha sido precisamente mejor; pero esa es otra historia...).
Vibrante, con un ritmo narrativo potente y sin desmayos, que hace que el film, a pesar de su duración (dos horas y media) se siga sin ningún altibajo, El traidor es la contribución de Bellocchio a desenmascarar una organización que envenena Sicilia e Italia desde hace demasiado tiempo, vista desde la mirada de uno de los suyos, que se dio cuenta a tiempo (quizá no tan desinteresadamente) del camino sin salida que suponía la existencia de una trama criminal de ese jaez.
Bellocchio, con ochenta años recién cumplidos, tiene como cineasta la misma fuerza y el vigor de la época en la que fustigaba las instituciones italianas: ojalá siga dándonos durante mucho tiempo muestras de esta potencia, de esta sabiduría cinematográfica, de esta clarividencia para exponer temas de forma compleja y sencilla a la vez, de contar historias con las que otros más jóvenes y supuestamente más osados quizá no se atrevieran.
Gran trabajo del protagonista, Pierfrancesco Favino, un actor ya de largo recorrido que ha trabajado también en el cine norteamericano, a las órdenes de directores como Ron Howard y Marc Forster.
(17-11-2019)
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