Esta historia, como bien sabe el cinéfilo, ha sido llevada a la pantalla en cuatro ocasiones: cronológicamente, la primera fue Ha nacido una estrella (1937), con dirección de William A. Wellman (aunque parece que con la participación también como codirectores de Jack Conway y Victor Fleming, en una época en la que esto de “meter mano”, sin acreditar, en las producciones de las “majors”, era moneda corriente), con Janet Gaynor y Fredric March; la segunda fue la que comentamos, Ha nacido una estrella (1954), con dirección de George Cukor y protagonismo de Judy Garland y James Mason; la tercera, Ha nacido una estrella (1976), con dirección del impersonal y olvidado Frank Pierson, con Barbra Streisand y Kris Kristofferson, adaptando la historia al mundo de la música rock; y la cuarta, muy reciente, Ha nacido una estrella (2018), con Bradley Cooper a los mandos, que encarnaba también al protagonista, junto a Lady Gaga, adaptando la trama al mundo de la música del siglo XXI.
De todas ellas somos de la opinión de que la de Cukor, la que comentamos, es la mejor, siendo la segunda la de Wellman et alii, la tercera la de Bradley & Gaga, y la cuarta, sin duda, la de Pierson, a pesar de las siempre espléndidas canciones de Streisand. Y eso que la versión de Cukor pasó por innumerables vicisitudes que, probablemente, hicieron que no fuera lo que pudo haber sido, desde un infernal rodaje que se alargó hasta nueve meses, como si fuera un embarazo, con una Judy Garland que estaba ya inmersa en el proceso de degradación personal que la llevaría a una precoz muerte en la década siguiente, con solo 47 años, y con problemas de producción que hicieron que el metraje inicial de 3 horas se podara sin compasión hasta quitarle media hora, a pesar de lo cual parte de ese metraje perdido se recuperó años más tarde, haciéndose un montaje que incluía el audio de algunas de las escenas cuyas imágenes se han perdido, incluyéndose en el metraje en una decisión probablemente excesiva, haciendo que esas escenas produzcan una sensación de extrañamiento en el espectador que solo perjudica a la película. Una decisión, por tanto, interesante desde el punto de vista histórico y documental, pero ciertamente ajena y contraria a los intereses del público en general.
En cualquier caso, esta versión de 1954 nos parece que es la que mejor refleja el espíritu de la historia de todas las Ha nacido una estrella que han sido, el encuentro de dos astros del mundo del cine, del arte, uno de ellos emergente, el otro decadente, dos estrellas que se aman pero cuya trayectoria de cruce inverso les hará infelices, terminando la historia, inevitablemente, en tragedia.
Aquí conocemos a Norman Maine, actor de Hollywood con serios problemas con el alcohol, por lo que la industria tiene justificados recelos con él y su errático comportamiento en público. En una suntuosa fiesta de beneficencia que se celebra en Los Ángeles el actor aparece borracho, como casi siempre, y a pesar de que sus representantes y amigos intentan evitar que se ponga en ridículo, solo la improvisada y afortunada intervención de una modesta cantante, Esther Blodgett, lo conseguirá, convirtiendo en número cómico lo que de otra forma hubiera sido una escena patética. Maine se queda prendado de la chica, y a partir de entonces, convencido de su gran talento musical, intentará conseguirle una oportunidad en Hollywood. Ambos, finalmente, se enamoran y se casan; Maine cree firmemente que ahora, absolutamente enamorado, podrá vencer por fin a su alcoholismo, pero la fulgurante carrera de Esther (ahora artísticamente llamada Vicki Lester por sus representantes) opaca pronto la suya, que sigue bajo la sombra de su tendencia (ya saben: cría fama y échate a dormir...) a empinar el codo…
Con una exquisita puesta en escena, elegante, marca de la casa (era Cukor quien estaba a los mandos...), pero también unos notables números musicales (como el que se marca Judy Garland en el último tramo del film, en el que le explica a su marido el nuevo musical que están ensayando, con una inteligente utilización de elementos domésticos), Ha nacido una estrella, versión Cukor, nos parece una sobresaliente plasmación del tema clásico del fulgor de la nueva estrella y de la paralela decadencia de la vieja, que al unirse se convierte en uno de los asuntos clásicos de la cultura universal: el brillo del talento, pero también su degradación, dos movimientos en direcciones opuestas que, enlazados por el amor, puede (y en este caso lo consigue) producir una historia de una tremenda capacidad emocional, como sucede especialmente en las últimas secuencias del film, cuando Norman se da cuenta de que no solo es ya un estorbo para que su amada pueda llegar a la cúspide de la fama, sino que, además, el sentimiento que él ya produce en los demás no es otro que el resentimiento, el desprecio, o, en el mejor de los casos, la compasión.
Con una escena final extraordinaria (atención: ¡spoiler!), en la que el personaje de Norman afina su mentira piadosa para dejar el camino expedito a su amada, mientras fantasea con ella oralmente sobre un imposible futuro juntos y prepara su suicidio, Cukor preanuncia lo que va a hacer presentando al protagonista junto a la cristalera del dormitorio en el que se refleja, ominoso, el océano en el que en unos minutos él desaparecerá para siempre. Las últimas secuencias, en las que la protagonista llora absolutamente la pérdida del amado, y esa última escena en la que dice al auditorio, “yo soy la mujer de Norman Maine”, están cargadas de un notabilísimo voltaje emocional, conseguido lícitamente, sin trampear al espectador, como tan frecuente es hoy día, sino llegando a la emoción de forma pura, por el propio devenir de la historia, la forma de presentarla y la entregada actuación de los protagonistas.
Porque, y eso es más que evidente, la película, además de la extremadamente exquisita puesta en escena de Cukor, es, por encima de todo, la interpretación de Judy Garland (incluso con los graves problemas personales que ya la aquejaban) y de James Mason, ambos en un momento de excepcional madurez artística.
(03-09-2023)
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