La historia de la denominada República Árabe Saharaui Democrática (RASD) es similar a la de otros pueblos sin estado y, en su caso, casi sin territorio. País solo reconocido por una minoría de estados del mundo, la RASD sobrevive en una pequeña parte del antiguo Sáhara Español, al este del muro levantado por Marruecos, potencia administradora pero no detentadora de la soberanía, y en parte del desierto en Argelia, potencia que acogió a los saharauis cuando estos fueron expulsados en parte de su territorio histórico. Aunque la ONU tiene ordenada la celebración de un referendo de autodeterminación para el territorio, lo cierto es que el tiempo pasa y esa votación se está convirtiendo, si no lo es ya, en una entelequia, algo que se celebrará “ad calendas graecas”; o sea, nunca.
En ese contexto, la existencia cotidiana del pueblo saharaui viene determinada por la solidaridad internacional: ONU, Unión Europea, singularmente España. Nuestro país, particularmente, tiene con la RASD una deuda difícilmente pagable: acuciado el gobierno español en 1975 por la enfermedad terminal del entonces jefe del Estado, Francisco Franco, y por la Marcha Verde que el monarca marroquí Hassan II montó para anexionarse el Sáhara, la administración española pactó los acuerdos de Madrid en noviembre de ese año, que, de facto, dejó en manos de Marruecos (y de Mauritania, que después se retiró) la gobernación del país.
Las hamadas, que en árabe significa “vacío”, o “sin vida”, son zonas desérticas en las que predomina la roca, no la arena (que en la lengua árabe sería “erg”); esa configuración geológica constituye la mayor parte del territorio de este pueblo sin estado. La acción del documental Hamada se centra en uno de los campamentos de refugiados situado en el desierto argelino, donde los jóvenes protagonistas del film han nacido, y donde se desarrolla su vida, que tiene puntos de conexión con la que pueden tener otros veinteañeros de cualquier parte del mundo: acceso a internet a través de móvil u ordenador, oyen indistintamente música occidental o tradicional de su tierra... pero también otras muchas cosas que no pueden hacer, por las evidentes limitaciones: viajar al extranjero sin el preceptivo (y muy difícil de conseguir) visado; tener un empleo medianamente digno, en un país con una economía que depende abrumadoramente de la solidaridad extranjera; desplazarse con normalidad por su territorio...
Pero, lejos de jugar la carta del victimismo, su director, Eloy Domínguez Serén, opta por mostrarnos la vida diaria de varios jóvenes, con diálogos inesperadamente cargados de cierto humor (no sé si calificarlo de negro...), y los sigue en sus quehaceres diarios, desde el chico que es mecánico de coches, vehículos que arregla aunque después no haya mayormente donde ir con ellos, hasta la chica (desarmante Ainina) que, buena heredera de la tradición picaresca española, pretende hacerse con un trabajo, el que sea, que le proporcione una remuneración para comprarse un coche, su sueño, siendo ese coche el símbolo de la libertad que no tiene, ni como mujer, ni como saharui; para conseguir ese ansiado puesto de trabajo no duda en mentir de forma ostensible, atribuyéndose conocimientos que no tiene (dice hablar, además del árabe, otros idiomas como español, inglés y francés, entre otros, aunque en realidad solo habla su lengua vernácula; también dice ser experta en mecánica de vehículos, cuando no sabe ni abrir el capó...), una pícara Justina con turbante que intenta durante todo el metraje aprender a conducir, con escaso éxito, de lo que echa las culpas con malas pulgas a sus sucesivos (y sufridos...) maestros.
También se refleja la tentación por la salida de esa existencia sin horizonte, buscando bien la obtención de una visa que permita un viaje reglado a Europa (España como punto de mira fundamental, dado que el español es una segunda lengua hablada en los territorios saharauis, gracias al hecho de ser España la antigua potencia colonial, pero también a la actual cooperación española), bien buscándose la vida a través de las deleznables mafias que trafican con emigrantes deseosos de encontrar en el Viejo Continente la vida que el destino les niega en su tierra.
Domínguez Serén es un cineasta gallego que se ha afincado desde hace algunos años en Suecia. Allí ha ido conformando una pequeña filmografía a base de cortos y documentales, de la que esta Hamada es su culminación por ahora. Es una película valiosa, por lo que cuenta, de quién lo cuenta y por cómo lo hace. Serén procede del campo de la fotografía, por lo que las imágenes del film son espléndidas. Pero no se limita Eloy a plasmar la acre belleza, agreste, vacía, del antiguo Sahara Español, sino que las historias con las que puebla su película nos saben a ciertas, a verdaderas, con lugareños, todos ellos jóvenes, que nos cuentan, en clave de docudrama, sus problemas, sus anhelos, sus tribulaciones, siempre en conversaciones entre ellos o con otros, permitiéndonos, como si fuéramos avisados “voyeurs”, asistir a un trozo de sus vidas, en lo que se nos antoja una recreación, seguramente con añadidos de ficción, de las existencias reales de quienes carecen de horizonte vital.
Película pequeña, lacerante por su tema, meticulosamente cincelada por un cineasta, Domínguez Serén, que ejerce también de director de fotografía, montador y sonidista, Hamada es una bocanada de aire fresco (a pesar del caldeado ambiente del desierto que casi se palpa, por la fisicidad de la espléndida fotografía), una obra sobre seres humanos en un contexto desolado que, sin embargo, luchan por tener algo parecido a una vida.
En un momento dado, uno de los protagonistas habla de cuando su familia encontró, entre las pertenencias de su abuelo, traídas al exilio, una caña de pescar, un artilugio que, en medio del desierto, resultaba manifiestamente incongruente: esa quizá sea la simbólica paradoja de los saharauis, un pueblo que históricamente vivió de la pesca, y que, desde hace ya más de dos generaciones, se ha visto abocado a subsistir de la solidaridad, por no decir la caridad, de otros.
El film obtuvo, muy merecidamente, tres premios en el Cinéma du Réel, el festival documental de París.
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