El director de cortos y guionista Hatem Khraiche está detrás de esta curiosa película que, lamentablemente, cumple una de las constantes habituales del cine de hogaño: buenas ideas con estimulantes guiones pero llevados a la pantalla sin imaginación. Es el caso: La cara oculta parte de una premisa novedosa: la novia de un chico, en una enorme casona en el campo, en Colombia, da en esconderse en una habitación oculta, una especie de zulo tras la luna del armario, para simular un abandono como si fuera una broma; una torpeza la dejará encerrada sin remisión (no destripamos nada: en cualquier trailer aparecen todos estos detalles), con lo que se plantea la complicada tarea de comunicarse con el exterior; pero si el novio resulta que empieza a consolarse con otra, delante de sus narices, la situación puede ser, además de cuestión de vida o muerte, de lo más enojosa…
La primera parte, sin embargo, resulta tediosa, como si el director, el colombiano Andrés Baiz, no supiera dotar a su relato del necesario misterio que nos prepare para el ulterior conocimiento de la realidad, que obviamente se nos hurta en la primera parte, para luego desplegar todas sus artes malabares tras el espejo. Entonces estamos ante un planteamiento y una parte del nudo bastante endebles, con un desenlace que va entonándose conforme avanza el metraje, pero más por los méritos del guión de Khraiche que por la solvencia como director de Baiz, que no demuestra gran cosa.
Quim Gutiérrez, que nos interesó mucho en Azul oscuro casi negro, aquí parece desubicado, como si no se creyera mucho su papel, un director de orquesta que en ningún momento parece ser, y menos aún el amante despechado, abandonado y consolado por la tunante de turno, atenta a los signos de las defensas bajas y la posibilidad de cobrar una valiosa pieza, no digamos a la hora de calcular los réditos que omitir el deber de socorro supondrá a su faltriquera y, tal vez, a su vida sentimental.
Estamos pues ante una buena idea mal desarrollada, aunque es cierto que, al menos en la segunda parte, hay momentos de sobrecogimiento, que una dirección impersonal no termina de redondear.
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