En 1937 Bette Davis aún no era el mito que sería solo unos años después, tras protagonizar una serie de memorables melodramas: Jezabel, La carta, La loba… Entonces era conocida en su país, pero aún no había alcanzado el estatus de estrella internacionalmente reconocida. Algo así se puede decir también de Humphrey Bogart, que había hecho algún título en el que había destacado, como El bosque petrificado, pero al que aún no le había llegado la fama de la que gozaría, fundamentalmente, a partir de El halcón maltés, prefigurando el arquetipo del protagonista del cine negro que en aquellos años se estaba cociendo en Estados Unidos.
Ambos son, entonces, los intérpretes principales de este peculiar film, pero aún no eran las estrellas indiscutibles que serían solo unos pocos años después, a pesar de lo cual, por supuesto, ambos están excelentes: ser talentosos no es cuestión de éxito, sino de tener talento…
La acción se desarrolla en Nueva York (aunque los interiores se rodaron en los estudios de la Warner en la californiana Burbank), en el tiempo de su rodaje, en el segundo lustro de los años treinta del siglo XX. Estamos en el llamado Club Íntimo, un club en el que, con apariencia de sala de fiestas, las chicas ejercen el llamado “oficio más viejo del mundo”. Llega el nuevo dueño del club, llamado Vanning, un chulo de alto “standing”, que quiere cambiar las cosas, dándole un aire moderno al lugar; cuando revisa las chicas del local, quiere echar a una de ellas que ya es un tanto mayor para el tema, pero su compañera Mary (Bette Davis) se opone de una forma muy inteligente; el proxeneta se da cuenta de que aquella mujer vale, y toma buena nota…
Llama la atención que, en la fecha en la que se rodó, la película hable de prostitución por las claras, sin ambages, en un tiempo en el que el cine tendía más bien a la edulcoración, a no pisar callos ni tocar temas sórdidos. Pero el “film noir”, el cine negro que iba tomando forma en aquellos años, tocaría con frecuencia temas vidriosos, duros, y lo hizo, como en esta película, de forma directa, sin apenas eufemismos, llamando a las cosas por su nombre, aunque, es cierto, nunca se utilice la palabra “prostituta” ni ninguno de sus muchos sinónimos.
El film lo rodó Lloyd Bacon, un honesto cineasta que comenzó en el cine mudo y, como era habitual en la época, con el “Sistema de Estudios”, se convirtió en un director todoterreno que, sin ser uno de los grandes, sí fue un buen profesional al que se le podía confiar cualquier tema, en la seguridad de que lo llevaría a buen término sin problemas. Aquí, curiosamente, fue sustituido durante unas semanas, para que pudiera disfrutar de su luna de miel, por otro cineasta polivalente de Hollywood, Michael Curtiz, aunque este cineasta de origen húngaro no aparece acreditado como tal en los rótulos de la película. Lo cierto es que no se aprecia diferencia alguna entre las escenas rodadas por uno o por otro, lo cual confirma el carácter de buenos profesionales de ambos, aunque Curtiz, gracias a su obra maestra, Casablanca, goce de mayor prestigio entre la cinefilia.
La película se adorna de vez en cuando con canciones, sin ser un musical, como reminiscencia del corto tiempo (entonces apenas un decenio) que llevaba todavía vigente el cine sonoro, en el que, si el tema lo permitía, se gustaba de incluir algunos temas musicales cantados.
Bien narrada, con un tono genuinamente clásico, conformando con ello un interesante “film noir”, la película, aunque no es extraordinaria, sí es cine sólido, del que Hollywood hacía en aquellos tiempos casi sin despeinarse, gracias a unos solventes equipos técnicos y artísticos que servían igual para un roto que para un descosido. Seca, sobria, sin concesiones, el film se inscribe claramente en la línea liberal, esperanzada y genuinamente democrática típica del New Deal que auspició Franklin D. Roosevelt.
En la interpretación debe tenerse en cuenta que la escuela actoral de la época todavía era un tanto deudora del cine mudo, así que no es infrecuente una cierta “sobreactuación”. No obstante, tanto Bette Davis (que ganó el Premio a Mejor Actriz en el Festival de Venecia) como Humphrey Bogart están excelentes, prefigurando ambos los personajes arquetípicos que les encumbrarían: ella, la de la mujer fuerte, dueña de sí misma, sin miedo a enfrentarse a los varones; él, el hombre duro que, ya fuera al lado correcto de la ley, ya al margen de ella, siempre era un tipo carismático, de un atractivo masculino sin refinar, bronco pero humano. Mención especial para el actor que interpreta al malo de la película, el proxeneta Vanning, al que da vida Eduardo Ciannelli, que hace uno de los mejores villanos de la época (y los hubo muy buenos…), un tipo sin escrúpulos ni entrañas, un ególatra, un marrajo cruel y despiadado.
(16/12/2025)
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