Roger Corman es, sin duda, un caso único en el cine norteamericano y, por ende, en el mundial: empezó en el mundo del cine, aunque sin acreditar, allá por 1950; cuando se escriben estas líneas, 70 años después, sigue en activo como productor, a los 94 años de edad, labor que ha ejercido en ese plazo en más de 400 películas. Además de productor, Corman ha sido director, guionista, actor, y eventualmente hasta sonidista e incluso especialista de acción. Como productor, su faceta quizá más relevante (aunque no sea más que por lo abultado de su filmografía, como queda dicho), su obra se caracteriza por rodajes rápidos, con presupuestos muy modestos y con temas de fácil acceso para públicos que buscan entretenimiento fácil, sin muchas pretensiones; en buena medida se podría decir que Corman siempre ha hecho cine “pulp”, cine de serie B (algunos dirán Z...), firmemente enraizado en la cultura popular. Otra de las características de Corman fue que produjo las primeras películas de directores que después serían estrellas de Hollywood, desde Coppola a Scorsese, desde Bogdanovich a James Cameron, entre otros muchos.
Como director Corman nunca fue un exquisito, y se puede decir sin faltar a la verdad que casi siempre asumió esa función más que nada para ahorrarse un sueldo, dados los magros presupuestos con los que siempre contó. Pero ello no hace que su obra como tal carezca de interés, en especial en el ciclo de cine de terror que inició a principios de los años sesenta con una nueva versión de La caída de la casa Usher (1960), cuyo éxito le hizo insistir con otra serie de películas inspiradas en la obra de Poe, como El péndulo de la muerte (1961), El cuervo (1963), y esta La obsesión (1962), todas ellas cortadas por el mismo patrón de historias de terror gótico, con decorados de cartón piedra, bruma de pega y bosques toscamente reproducidos en platós.
La historia parte con un desenterramiento: se está exhumando el cuerpo del padre del protagonista, el caballero Guy Carrell; cuando lo extraen del ataúd, el cadáver, aunque momificado, presenta un rictus de terror desencajado. Guy confirma que, como es tradición en su familia, su padre también fue enterrado vivo al sufrir de catalepsia, enfermedad que presenta una apariencia de muerte aunque no lo esté, y despertó ya en la tumba de la que no pudo salir. Su prometida, Emily, le visita, intentando conseguir de él que deje de atormentarse con esa historia y se casen. Él es reacio, pero finalmente, enamorado, consiente. Sin embargo, posteriormente recae en su obsesión y da en construir un panteón para su futura muerte con una serie de artilugios que, si fuera enterrado con vida por catalepsia, le permita salir del ataúd y del panteón...
Llama la atención la endeble ambientación del film, en línea con los presupuestos escasísimos que siempre ha barajado Corman, incluso en pelis como esta que, tras el éxito (a su nivel) de La caída de la casa Usher, se podría haber permitido alguna alegría. Pero no: los bosques parecen hechos con arbolitos de navidad de plástico, la omnipresente bruma parece conseguida a base de un montón de tíos fumando, y en general la sensación es de bastante cutrerío. Sin embargo, ello otorga al film una cierta fascinación naif, dotándolo de una ingenuidad que unos efectos especiales en condiciones, unos cromas costeados o unos decorados adecuados, seguramente, no habrían podido conseguir. Cutre y naif, entonces, a partes iguales, tiene candidez pero a la vez trasciende su elementalidad con el deseo innato del Hombre de perdurar eternamente, e incide de forma concluyente en el terror a la muerte, quizá en el fondo a la eventual intrascendencia del ser humano.
El tema, muy morboso, es muy de Poe, y también muy del Corman de principios de los años sesenta, tiempo en el que se especializó, como director, en este tipo de horror gótico que contó fundamentalmente con materia argumental de Edgar Allan, pero no solo de él. El miedo irracional a ser enterrado vivo fue adecuadamente desarrollado por Corman, en una historia en la que, de todas formas, hay elementos que empujan el argumento más hacia lo que se conoce como “luz de gas”. El ambiente malsano, tóxico, planea durante toda la trama, con un tono tétrico ciertamente conseguido. Jugando con el sonido, con elementos como la cancioncilla inicial que silban los sepultureros, y que se convierte en el “leit motiv” enloquecedor para el protagonista, pero también con los maullidos y lamentos del gato emparedado, la película, sin ser nada del otro mundo, es cierto que mantiene razonablemente bien la sensación de inquietud, de desasosiego, en un ambiente marcadamente necrofílico.
Ray Milland, que intervino en varios films de Corman de la época, como El hombre con rayos X en los ojos (1963), resulta ser un convincente caballero inglés del siglo XIX obsesionado por la muerte, o mejor dicho, por ser dado por muerto sin estarlo. Su coprotagonista, Hazel Court, compone atinadamente su ambiguo papel de prometida con dobleces.
(11-07-2020)
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