Vaya por delante que soy admirador de la obra de Stephen King, un escritor al que la crítica literaria, inicialmente, no valoró en su justa medida, pero que en los últimos años está siendo reivindicado por muchos de los que, en su momento, le negaron el pan y la sal. Por supuesto, King no es Faulkner, ni Salinger, ni Thomas Wolfe, ni pretende serlo: pero su literatura popular, casi siempre en los movedizos terrenos del terror, ha reinventado, modernizándolos, la mayor parte de los mitos del género, que son mitos también de la especie humana: la inmortalidad en el vampiro, el miedo a la muerte en el zombi, la atracción del abismo en el licántropo, entre otros, son mitos eternos de la especie, y King los ha reinterpretado muy amenamente, haciéndolos llegar a millones de personas en todo el mundo.
Sin embargo, no comparto su gusto por el misticismo de baratillo que King se gasta con su serie literaria La Torre Oscura; con influencias variopintas, desde el ciclo artúrico a Tolkien, la serie propone una nueva propuesta sobre universos paralelos, otro de los mitos habituales de la literatura (y, por ende, el audiovisual); pero mientras que las novelas kingianas de terror me interesan, me llegan, esta saga que protagoniza El Pistolero y antagoniza Walter, El Hombre de Negro, siempre me pareció impostada, artificial, como si lo que se nos cuenta no surgiera con la gracia, la fluidez habitual en King, sino que supusiera una especie de construcción hecha a martillazos, de forma forzada, sin la agilidad y levedad que (incluso en sus novelas más complejas, como Apocalipsis o It) caracteriza el resto de su obra.
Así que la adaptación al cine de la serie La Torre Oscura (que bebe en varias novelas, haciendo un refrito, en vez de, con un criterio amplio e incluso más empresarial, iniciar una franquicia que hiciera un filme de cada una de las ocho entregas literarias) me temía que fuera, como así ha sido, un fiasco. Y es una pena, porque el realizador, el danés Nikolaj Arcel (el cine USA ya se sabe, importando talentos, como ha hecho siempre) nos había ganado anteriormente con la dirección de Un asunto real (2012), espléndido fresco histórico, pero también con el notable guion de Millennium 1: Los hombres que no amaban a las mujeres (2009), de Niels Arden Oplev, la primera parte de la famosa trilogía de la que fue autor Stieg Larsson. Arcel, aquí, como era de temer, ha sido subsumido por la industria, y su papel es más el del aplicado artesano que el del cineasta que nos deslumbró en la mentada Un asunto real.
Nueva York, en nuestros días. A un niño que tiene reiterados sueños sobre una serie de visiones que parecen de otro mundo lo intentan capturar los sicarios de un siniestro individuo, conocido como El Hombre de Negro, que busca a alguien con un poder mental capaz de destruir la Torre Oscura, el pilar sobre el que se basa el equilibrio en los distintos universos, para asolar la Tierra y hacerla suya. El niño tendrá que huir hasta el Mundo Medio, un universo fantástico en descomposición, donde será ayudado por El Pistolero, el último de su especie…
Pero la historia es confusa (ya de por sí el universo kingiano de la saga lo era), con un tono que busca cierto misticismo de pacotilla, con escasa enjundia argumental y valiéndolo casi todo en los efectos especiales, de nuevo los protagonistas casi absolutos. Así las cosas, lo único verdaderamente valioso es el personaje de El Hombre de Negro, del que Matthew McConaughey (al que la madurez le ha sentado tan bien) hace una auténtica creación: vesánico, sin escrúpulos, no conoce la piedad ni la misericordia, un tipo sin entrañas que mata como el que pide un café, de maneras y modos elegantes, como la negra vestimenta que siempre lleva: un auténtico cabrón quizá vestido de Versace…
Idris Elba no está mal, aunque su personaje era más complicado, el último de una saga que empieza en Arturo, nada menos, y sus asideros dramáticos al rol son más difíciles, entre el bronco Eastwood de la Trilogía del Dólar y el protector Schwarzenegger de Terminator 2: El Juicio Final. El chico, Tom Taylor, parece que puede dar juego, aunque habrá que verlo más: no deslumbra como un Haley Joel Osmant o, más recientemente, un Tye Sheridan (espléndido en Mud), pero tampoco parece un palo.
95'