Jim Jarmusch lleva prácticamente cuarenta años haciendo lo que le da la gana en cine. Desde aquella inicial Vacaciones permanentes (1980), que nos avisó de que había nacido una estrella con un plomazo dado, su cine ha discurrido por donde le placía a este natural de Ohio afincado en Nueva York desde jovenzuelo, ciudad que sería la localización ideal de sus primeras películas. Jarmusch ha sido desde sus comienzos el epítome del cine “indie” norteamericano, un cine de poco presupuesto, muchas ideas, casi siempre innovadoras, apegado a la realidad de la calle, aunque con frecuencia le da alas a la fantasía, y todo ello sin tener (como ocurre con la industria de Hollywood) un ojo en taquilla y el otro en la repercusión comercial (vale decir los dos en lo mismo...).
Desde aquella primera película se pueden distinguir dos fases en el cine de Jarmusch: la primera se correspondería con su etapa de juventud, en la que eran frecuentes las historias estrafalarias, siempre un punto (o media docena de puntos...) extravagante, en films como Extraños en el paraíso (1984), que sería su primera tarjeta de visita internacional, pasando por Bajo el peso de la ley (1986), Mystery Train (1989), Noche en la Tierra (1991), Dead Man (1995) y Ghost Dog, el camino del samurái (1999). A partir del siglo XXI su cine se hace más maduro, aun manteniendo amplias dosis de rareza; es el tiempo de Flores rotas (2005), Solo los amantes sobreviven (2015), donde explora por primera vez, a su manera, el tono fantástico (vampiros, nada menos, pero qué vampiros...), y Paterson (2016).
Ahora Jarmusch, ya sesentón largo, se permite esta broma, esta comedia negra, este terror con tono de humorada que es en definitiva Los muertos no mueren (que recuerda, es cierto, a aquello de “lo que está muerto no puede morir” que decían los seguidores del Dios Ahogado en Juego de Tronos), su muy particular mirada hacia el universo de los zombies, los seres que, desde que George A. Romero les diera carta de naturaleza en La noche de los muertos vivientes (1968), no han dejado de crecer en el interés por parte del público.
Pero, como cabía esperar, esta no es una película de zombies al uso: Jarmusch se lo toma a cachondeo (como seguramente es la forma más sensata de tomarse el tema...), y nos plantea una historia en la que la génesis de que los muertos vuelvan a la vida será nada menos que el uso de la tecnología del “fracking” (ya saben, “fracturar” la tierra inyectando agua en grandes cantidades para permitir la explotación de vetas de gas y petróleo), sistema que, utilizado masivamente en los Polos, produciría una modificación del eje de la Tierra y, con ello, entre otras cuestiones, a los muertos les da por volver a la vida a merendarse a sus antiguos prójimos.
La acción se sitúa en Centerville, mínimo pueblo (poco más de 700 habitantes: en mi calle vivimos más...) de eso que se suele denominar “América profunda”, con su sheriff, sus ayudantes, sus curritos que toman el horrible café USA en la cafetería típica y tópica, sus cascarrabias, su friqui a los mandos del bazar del pueblo (sí, como en Clerks...), y su ermitaño, un “outsider” que será, en alguna medida, la mirada del propio Jarmusch, un hombre que lleva viviendo fuera del universo confortable del pueblo (de Hollywood, en el caso del director), y que lo verá todo desde su posición privilegiada, y sacará sus propias conclusiones sobre este cuento cruel y cómicamente negro.
Porque Los muertos no mueren es, más que un film sobre zombies, una reflexión sobre la estupidez de estos tiempos en los que la gente se engancha a dispositivos como los móviles (divertidísima la escena de los muertos vivientes con los celulares en la mano susurrando “wifi, wifi”...), en los que la pérdida del alma se produce por la búsqueda incesante de banales bienes de consumo, de fugaces momentos de placer, de superfluas vanidades que empiezan y terminan en sí mismas. Porque, como afirma repetidas veces el personaje de Adam Driver, “esto va a acabar mal”, porque la deriva que ha tomado nuestro mundo, efectivamente, no puede acabar bien.
Trufada de referencias cinéfilas y mitómanas, jugando hasta con el metalenguaje cinematográfico (la escena en la que los policías hablan del guion pone una sonrisa cómplice en la boca del cinéfilo), en un juego de intertextualidad osado y divertido a la vez, Los muertos no mueren no es una película perfecta (de hecho, Jarmusch abusa de la reiteración en algunos momentos, como en la escena del descubrimiento por parte de los policías de los primeros cuerpos asesinados, repetitiva e innecesaria), pero sí estimulante. Agrada que un tipo con cuarenta años de cine a sus espaldas, y más cerca de los setenta “tacos” que de los sesenta, tenga tal libertad de creación, tal capacidad para ponerse el mundo por montera y arrimar el ascua a su sardina, para denunciar prácticas (el “fracking” de marras) sospechosas de arruinar la Tierra, para poner en solfa comportamientos y conductas actuales que nos hacen incurrir en estupideces de marca mayor.
Solventemente interpretada por un nutridísimo equipo artístico, con un elenco muy jarmuschiano, donde abundan los actores y actrices que ya habían colaborado con el cineasta anteriormente (Tom Waits, Bill Murray, Adam Driver, Steve Buscemi, Tilda Swinton, Chloë Sevigny...), la película es, sin duda, un punto y aparte en la cinematografía actual, tan tradicional, tan conservadora. Por supuesto, no es para públicos adictos al cine de zombies, porque esta juega en otra liga, la de la creatividad a todo trance, la de la imaginación que le busca tres pies al gato, la de no tomarse nunca en serio a sí misma.
No es perfecta, ni mucho menos, pero, qué diantres, es mucho más interesante que todo el cine de plástico que se hace hoy día...
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