Jim Jarmusch fue en su momento, en los años ochenta y noventa, el paradigma del cineasta indie norteamericano. Tras la película con la que fue descubierto por la cinefilia, Extraños en el paraíso, realizó otra serie de peculiares comedias (Bajo el peso de la ley, Mystery train, Noche en la Tierra) que confirmaron su raro talento, una inusitada capacidad para la comedia triste, con una apariencia hiperrealista, que sublimaba la realidad convirtiéndola en una realidad ficticia, de arte, sólo existente en la pantalla: el realismo no es para Jarmusch, ni falta que le hace.
Durante los noventa apenas hizo algún título interesante, como Ghost Dog, el camino del samurai, y en el siglo XXI, hasta ahora, sólo ha hecho de interés Flores rotas. Vuelve ahora con renovados bríos con esta extraña dramedia entre lo romántico y lo fantástico, con un universo de vampiros tan alejados de todos los estereotipos: de los clásicos imaginados a partir del arquetipo creado por Bram Stoker (hablamos de Drácula, of course), pero también de los wurdalaks de vainilla creados por Stephenie Meyer en su saga literaria Crepúsculo, llevada a la pantalla con tan gran éxito de público como magro aplauso crítico. Tampoco tiene nada que ver con otras sagas modernas, como las iniciadas con títulos como Underworld o Blade, más cercanas al cine de acción que al mito del vampiro, del no-muerto que regresa de la tumba para alimentarse de la sangre de los mortales, a modo de ambrosía que le permitirá la vida eterna, ese imposible Eldorado del ser humano desde que nos bajamos de los árboles.
Sólo los amantes sobreviven plantea una historia vampírica que casi no lo parece. Los nombres de los protagonistas, llamados Adán y Eva, parecen sugerir que son nuestros primeros padres, los primeros seres humanos sobre la Tierra según la alegórica Historia del Mundo que poetiza la Biblia (sí, ya sé que hay descerebrados que se apuntan a una lectura fundamentalista del libro de libros, a pesar de que hasta en el Vaticano reconocen el carácter metafórico del texto bíblico, en especial del Génesis), impresión que no hace sino producir un escalofrío: estaríamos ante dos seres que llevan sobre la Tierra desde que hubo hombre y mujer, millones de años después de haber sido (otra vez metafóricamente) creados por Yahvé. Adán y Eva como vampiros, sugestiva idea que deja sin aliento; finalmente aquellos que nos dieron carta de naturaleza como humanos, pero también nos condenaron eternamente al trabajo, estarían aquí todavía, encadenados a una existencia infinita que entretienen con fruslerías como la creación de músicas de carácter onanista (pues nadie más que Adán, su autor, las escucha) o de devaneos en mundos exóticos en un Tánger como de postal, donde vive Eva.
Estilosa, melancólica, telúrica, depresiva a ratos, Sólo los amantes sobreviven resulta una película extraña, como toda la filmografía jarmuschiana, pero también una obra de una belleza que sobrecoge: las hipnóticas escenas del coche negro de los protagonistas circulando por las desiertas calles de Detroit, la ciudad en bancarrota, donde los antiguos fastos de la industria automovilística han dejado paso a la ruina más absoluta, resultan estremecedoras.
Y gira el vinilo, gira, mientras Adán lo escucha. Y gira el vinilo, gira, como metáfora de un mundo antiguo, que no anticuado, un mundo obsoleto al que los vampiros protagonistas no quieren renunciar, un mundo que les ha permitido, en los últimos tiempos, una plácida existencia con una alimentación (esas bolsas de plasma, agenciadas de forma poco honesta…) incruenta, pero a los que los nuevos tiempos abocan, como parece ser el signo de esta centuria veintiuna, a retomar modelos, fórmulas, recursos que motejaban de medievales, que parecían desterrados de la vida cotidiana: incluso de la de los vampiros.
Como suele suceder en el cine de Jarmusch, el cineasta de Ohio se rodea de un elenco de intérpretes como para quitar el hipo: la evanescente Tilda Swinton, memorable en aquella Orlando de los noventa; Tom Hiddleston (con un look, por cierto, que le asemeja extraordinariamente al cantante Enrique Bunbury), el Loki de la saga Thor; muy por encima de ambos el maestro John Hurt, que aquí pone cara y figura a Christopher Marlowe, el escritor isabelino del que se dice que fue el auténtico Shakespeare, para la ocasión convertido en un viejo vampiro de peculiar sentido del humor; y jóvenes valores ya contrastados, como Mia Wasikowska y Anton Yelchin.
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