Ves “Lourdes” y te llegan recuerdos del cine de grandes maestros, no tanto por el fondo como por la forma: el estatismo de la cámara de Eric Rohmer y de Manoel de Oliveira, la austeridad de Robert Bresson... pero sobre todo te viene a la cabeza el recuerdo de un cineasta del frío, Aki Kaurismäki; no sólo por el estatismo de la cámara, que también es marca de la casa del maestro finés, sino también por la extrema parquedad en palabras, que esta “Lourdes” comparte con el autor de “La chica de la fábrica de cerillas” (a no confundir con “Millennium 2: La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina”: ambas son escandinavas, pero hay un abismo como el Océano Glaciar Ártico entre ambas…).
Dicho lo cual, habrá que decir enseguida que la película de la directora austríaca Jessica Hausner, ni de lejos, alcanza el nivel medio de los maestros citados; estamos entonces en una mímesis formal antes que en un auténtico producto artístico de semejante altura. Y no es que “Lourdes” carezca de interés: se trata de un drama con irisaciones de comedia (lo que ha venido en llamarse una “dramedia”), ambientada en un entorno cuando menos singular, por no decir otra cosa: el monasterio de Lourdes, y en concreto en el seno de una excursión de discapacitados (antiguamente se habría dicho lisiados o tullidos: ya se sabe, corren tiempos políticamente correctos…). La historia se centra en una de las peregrinas, una chica de mediana edad, tetrapléjica por una avanzada esclerosis múltiple, que acude, como todos, buscando la curación y la recuperación de una vida normal, incluidas las relaciones amorosas; cuando una mañana, inesperadamente, se levanta de la cama sin ayuda de nadie, todos piensan en un nuevo milagro…
Pero esta historia está contada con tanta y tan excesiva sutileza, que ciertamente se escapan a buen seguro matices, incluso para cinéfilos curtidos, que ven pasar los minutos sin que pase mayormente nada; por supuesto que hay historias internas, casi siempre secundarias: la vieja que acompaña a la protagonista, que silenciosamente no ceja en recordarle su discapacidad, como si añorara cuando tenía que ser transportada en silla de ruedas; las dos arpías que, muy poco cristianamente, se dedican a “cortar trajes” a los otros peregrinos; el anciano paralítico en el que se reconoce no tan veladamente a un viejo verde, deseoso de recuperar las fuerzas para deseos no precisamente muy elevados (bueno, lo de la elevación depende; mayormente del Viagra, claro…). Varias historias secundarias, apenas levemente apuntadas, como casi todo en esta demasiado sutil película, en la que el espectador avisado está esperando constantemente el hachazo que los fautores darán al tema religioso (como es lo habitual en estos casos; me parece que, desde “Proceso a Jesús”, de Sáenz de Heredia, hace treinta y cinco años, no se hace cine pro-católico ambientado en la actualidad), un hachazo que nunca llega.
Pero Hausner no tiene el genio proteico de Rohmer, ni la frescura intelectual de Oliveira, ni la capacidad estilística de Bresson, ni el conceptismo gélido de Kaurismäki. Queda entonces una dramedia curiosa y negra, no apta para espectadores con prisas, porque aquí todo fluye como en un alambique: despacio, muy despacio…
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