Rodrigo Cortés nos interesó en su debut en el largometraje, Concursante, lúcido análisis de la sociedad de los medios de comunicación y del sistema que nos engaña, y aún más en su posterior Buried. Enterrado, brillante ejercicio de estilo no exento de mensaje. Pero con este su tercer filme no ha estado a la misma altura. Es comprensible: se trata de su primera película dirigida específicamente al mercado norteamericano, con varias estrellas de Hollywood, entre ellos dos vacas sagradas como Sigourney Weaver (aunque es cierto que, al margen de la serie de Alien, sus créditos dejan bastante que desear) y, sobre todo, Robert de Niro (si bien el gran Bobby hace años que no rueda nada ni medianamente decente).
Así las cosas, parece que a Cortés le ha podido la enorme presión de hacer una película “de estudio”, con un presupuesto que requiere un “feedback” económico muy importante, y ésas no son las mejores circunstancias para crear. Luces rojas, de esta forma, se convierte pronto en un embarullado thriller con psicóloga madura dedicada a desenmascarar a charlatanes parapsicólogos, con su ayudante, un joven y brillante científico que, sin embargo, en vez de dedicarse a la investigación, actúa extrañamente como segundo de su jefa. Cuando vuelve a la escena un hombre ciego, supuestamente maestro en artes esotéricas, la psicóloga y su ayudante se sentirán concernidos personalmente.
Pero la historia es tirando a marciana, fiando mucho Cortés en el carisma de sus estrellas, si bien Weaver ya no es la teniente Ripley, ni De Niro tiene ya nada que ver con el actor electrizante de Taxi Driver o Toro Salvaje, convertido ya en una caricatura de sí mismo, un actor con el piloto automático permanentemente encendido.
De esta forma, lo que podría haber sido un curioso thriller sobre la impostura esotérica y lo que de verdad pudiera haber en esas zonas oscuras, se convierte pronto en un ejercicio pirotécnico, donde Cortés intenta con sus explosiones y sus sustos ocultar la inanidad de lo que se nos cuenta, la vaciedad de los personajes, la estolidez de la historia.
Cillian Murphy vuelve a hacer de científico (ya lo hizo en Sunshine), que ya es imaginación… En fin, un pequeño desastre, similar al que aconteció recientemente en un empeño similar, el de Juan Carlos Fresnadillo en Intruders: cuando la parafernalia del cine se come al cine, ¿qué queda? Un fiasco.
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