Esta película está disponible en el catálogo de Rakuten, plataforma de Vídeo Bajo Demanda (VoD), y en la sección Cine de la plataforma Movistar+.
Ari Aster (Nueva York, 1986) es uno de los nuevos valores del cine de terror norteamericano. Tras una serie de cortos en los que ensayaba nuevos procedimientos para aterrorizar al espectador, alejándose de los tópicos al uso, llamó poderosamente la atención con su debut en la dirección de largometrajes: Hereditary (2018) fue saludada como una de las aportaciones más interesantes al género de los últimos años, un film extrañísimo que, aunque en sus diálogos y su ortografía cinematográfica era malo con ganas, conseguía una inquietante atmósfera a base de elementos poco habituales en el cine de terror.
La acción se ambienta en nuestros días. Se inicia en Estados Unidos, donde Dani, una joven veinteañera, intenta hablar con su hermana y sus padres por teléfono, sin conseguirlo. Está inquieta porque la hermana sufre trastorno bipolar. Finalmente, se desvela la tragedia... Dani es consolada por su novio, Christian, quien está planeando aceptar la invitación durante el solsticio de verano a una primigenia comunidad en Suecia, donde finalmente viajan varios amigos y Dani, quizá deseosa de, así, poner tierra de por medio con su tragedia. Allí las cosas parecen hermosas y bucólicas, pero quizá no lo sean tanto...
Tiene Midsommar, como ya lo tenía Hereditary, una evidente intencionalidad de hacer sentir terror, o al menos inquietud en el espectador, a base de elementos ajenos a las tópicas pelis del género. En ese sentido, hay que aplaudir al guionista y director, Ari Aster, al que habrá que reconocer también que ha mejorado en los diálogos, que en su anterior película, como queda dicho, eran tirando a horribles. Pero aquí, sin embargo, Aster comete un pecado notable, el de hacer un film de casi dos horas y media que, con cien minutos, iba que chutaba.
Porque en especial la primera hora, tras el primer e impactante prólogo (que sí dura lo que tiene que durar, un auténtico puñetazo en el estómago que deja al espectador sin aliento), lo cierto es que después se eterniza en las pequeñas rencillas entre la pareja protagonista, que es evidente no pasa por sus mejores momentos, y en el viaje a Suecia, con la llegada al paradisíaco lugar donde tendrán lugar los actos del solsticio de verano de esa esotérica comunidad, con la presentación de los personajes escandinavos y sus costumbres... vamos, como si fuera un reportaje del National Geographic... Evidentemente, se entiende la intención de Aster de hacer que el terror se vaya cociendo a fuego lento, pero el problema es que en estos casos, si te pasas en el “tempo”, corres el riesgo de que el espectador empiece a bostezar: es el caso; esa primera hora podría haberse recortado en quince o veinte minutos y no hubiera pasado nada. Bueno, sí, hubiera pasado algo: el espectador se lo hubiera agradecido infinitamente al director, entrando en materia y dejándose de divagar con sus rubios supuestamente angelicales vestidos de blanco de sonrisa profidén, con más peligro que Drácula en un banco de sangre...
Con una elegante puesta en escena, tétrica sin efectismos, aunque a veces Aster gusta de mostrar planos extravagantes (como el de la carretera filmada boca abajo...), con una música ominosa, como corresponde al tema, Midsommar parecería la pesadilla de un grupo de “fumetas” (porque los americanitos le pegan bastante a la yerba) en un supuesto paraíso primigenio, donde los brebajes lisérgicos están a la orden del día, algunos de ellos evidentemente emparentados con cosas como la burundanga, que dejan indefenso al incauto que las toma. Todo ello en un entorno de paganas celebraciones ancestrales que se pierden en el principio de los tiempos, en una época anterior a los dioses. Estamos, entonces, ante un terror telúrico, en el que la naturaleza, y sus vicarios, actúan como medio para activar el mecanismo del terror, todo ello a pleno sol. La película habla también, por supuesto, del miedo a las sectas, a las comunidades que creen haber encontrado el sentido de la vida en sus celebraciones, en su forma de entender el mundo, una fe unitaria e inquebrantable donde no hay lugar para la disidencia, una comunidad, en este caso, capaz de colectivizar el placer y el dolor, de sentir las emociones de forma comanditaria, como si cada uno de sus cuerpos fuera capaz de gozar y sufrir cuando lo hace uno de ellos.
Con un aire inquietante pero difuso, no sería ocioso decir que hay en la película algo del recelo yanqui hacia la sociedad libre escandinava, considerada generalmente como el epítome de la libertad de todo tipo: vital, personal, sobre todo sexual. Y, por supuesto, no es en absoluto ocioso citar El hombre de mimbre (1973), el film de culto de Robin Hardy de los años setenta, como antecedente evidente del que ha bebido, y no precisamente con recato, Ari Aster.
Así las cosas, queda una película interesante aunque inferior en su conjunto a Hereditary, con un prólogo impactante y notable, un planteamiento y nudo bastante endeble y un desenlace algo más entonado, aunque desde luego previsible. Habrá que seguir confiando en Aster, porque es un hombre que tiene buenas ideas y que, si las sabe modular adecuadamente, puede darnos en el futuro buenos momentos de inquietud (que es de lo que se trata en el cine de terror, claro...).
Del reparto destacamos, por supuesto, a la inglesa Florence Pugh, nueva estrella de la interpretación, a la que ya admiramos en Mujercitas (2019), y a la que cabe presagiar un futuro más que prometedor.
(30-03-2020)
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