Pelicula:

Robin Hardy fue un guionista y director británico de corta carrera, siendo su actividad profesional más habitual la de productor de informativos y anuncios publicitarios, en una empresa en la que fue socio del dramaturgo y guionista Anthony Shaffer, famoso por algunos de sus libretos, como Frenesí (1972), para Hitchcock, o la magnífica La huella (1972), para Joseph Leo Mankiewicz.

El hombre de mimbre fue la primera película como director de Hardy, que después repetiría en esa faceta con dos títulos más, El fantasista (1986) y The wicker tree (2001), retomando en esta última la temática del film que comentamos. Aunque fue su ópera prima, lo cierto es que no se nota nada, pues tiene buen pulso narrativo y una correcta técnica cinematográfica, ayudado por el buen guion de Shaffer, que se basó en la novela Ritual, de David Pinner.

Ciertamente en su momento este El hombre de mimbre debió ser todo un acontecimiento, al menos desde un punto de vista de la provocación, pues, para su época, fue muy osada en el planteamiento: el sargento Howie, un policía de Scotland Yard, vuela en hidroavión hasta una pequeña isla, en el archipiélago de las Hébridas, al noroeste de Escocia, tras recibirse en la sede policial un aviso que alertaba de la desaparición de una niña, Rowan. En la isla, Howie se percata de que la comunidad es muy peculiar, con una entrega absoluta de la gente hacia la autoridad del lugar, Lord Summerisle, y hacia sus creencias, que están ancladas en un paganismo primordial, habiendo abandonado la religión cristiana, de la que el policía es muy devoto. Howie buscará infructuosamente a la pequeña desaparecida por toda la isla, enfrentándose a la renuencia hosca y a veces guasona de los lugareños, percatándose de que algo sordo y callado se está gestando, y que lo que sea no va a ser precisamente favorable para él.

El hombre de mimbre es ciertamente una película muy rara: su extraña atmósfera, sin embargo no exenta de cierto tono humorístico, sobre todo en la primera parte del film, para luego hacerse más dramática, coadyuva a ello. También las osadas prácticas sexuales grupales públicas debieron ser, para la época, más que llamativas. En ese sentido, es una obra muy sensual, llena de una lascivia primitiva; véase la escena de la tentación en la posada, en la que la hija del dueño del establecimiento, desnuda en la habitación contigua a la del policía, canta tentándolo mientras baila muy sensualmente.

A esa sensación de “rara avis” contribuye también la profusión de ritos paganos, cuasi dionisíacos, muchos de ellos incursos en temáticas de fertilidad, de adoración a dioses cuasi animistas, como el sol o el dios de la huerta, vinculados a la cosecha anual que marcará el bienestar o la penuria de la comunidad.

La película desemboca en un enfrentamiento directo entre la concepción monoteísta del protagonista, ejemplo del hombre moderno pero a la vez enraizado en las creencias mayoritarias de la sociedad del siglo XX, y la visión politeísta del lord, dueño y señor de la comunidad al que sigue sin rechistar, sin asomo de duda, todos los habitantes de la pequeña isla. Ese enfrentamiento (monoteísmo vs. politeísmo, las dos pulsiones religiosas y culturales esenciales en el ser humano) habrá de resolverse de manera trágica, cerrando de esa forma la hasta entonces mirada cuasi humorística sobre la oposición de las rígidas formas, llenas de ortodoxia, del serio policía inglés, y los laxos, sensuales, concupiscentes comportamientos de los miembros de la comunidad isleña escocesa.

Al frente del reparto aparece un actor de larga carrera, Edward Woodward, si bien nunca brilló a gran altura, siendo este probablemente su trabajo más recordable. Aquí resulta convincente y adecuado a su personaje, un hombre recto y para el que Dios y ley lo es todo, abocado a enfrentarse a una comunidad cuyos pensamientos están a años luz de esos dos ejes de su vida. La estrella del reparto es, sin duda, Christopher Lee, que gozaba de justa fama desde finales de los años cincuenta cuando interpretó para Hammer Productions, generalmente con Terence Fisher como director, una serie de películas de terror que lo encumbraron, siendo seguramente Drácula (1958) la mejor de ellas y la que le confirió un aire de villano elegante que Lee cultivaría durante toda su vida artística. Eso sí, el pelucón que le pusieron en esta El hombre de mimbre era manifiestamente mejorable... Entre las mujeres destaca el físico rotundo de una Britt Ekland en su mejor momento, al que ella sabe sacar gran partido. También es reseñable la aparición como actor de cine (actividad en la que se desempeñó poco frecuentemente) del bailarín y mimo Lindsay Kemp.


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88'

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El hombre de mimbre - by , May 12, 2018
3 / 5 stars
Monoteísmo vs. politeísmo