Se ha dicho de esta Hereditary que es la nueva El exorcista (1973), la mítica película que rodó William Friedkin sobre la no menos popular novela homónima de William Peter Blatty. Parece evidente que se trata de una estrategia publicitaria, pues los parecidos son más bien tirando a nulos: El exorcista parte de un sólido volumen literario, mientras que Hereditary lo hace de un guion original del propio director, Ari Aster, que desde luego no parece vaya a ganar el Pulitzer por sus diálogos; el film de Friedkin era una historia de posesión y aquí, aunque hay algo de eso, no es, ni de lejos, el meollo de la trama; por supuesto, la impecable puesta en escena de Friedkin era la de un bragado director de Hollywood, que ya tenía entre sus créditos esa pequeña maravilla que es French connection (1972), mientras que en Aster salta a la vista que, al margen de que este es su primer largo (tras algunos cortos, alguno tan turbador como su debut en 2012 con el titulado Lo extraño de los Johnson), le falta mucho por aprender en cuanto a puesta en escena.
Diferencias todas, así que, como decimos, será estrategia publicitaria. Sin embargo, no nos parece que Hereditary esté exenta de valores: al contrario; aunque su guion es confuso, sus diálogos horribles y sus personajes deambulen sin mucha coherencia por las distintas escenas que el director nos presenta, lo cierto es que todo eso queda atrás cuando el film presenta su auténtica tarjeta de visita, que no es otra cosa que una subyugante creación de atmósferas: hace tiempo que no veíamos una película de terror en la que el miedo no se intente producir en el espectador por una de estas dos vías: o bien el habitual lugar común del susto con monstruo/bestia/muerto viviente o no viviente/fantasma/etcétera (táchese lo que no proceda, o no se tache nada, que a veces todos ellos conforman una única entidad...), subrayado por el también tópico y estridente cimbronazo musical, para que no haya dudas de que tenemos que asustarnos, o bien por el recurso basto, manido y marrullero de la exhibición obscena de casquería, como si en vez de dar miedo se quisiera dar asco. Sin embargo, aquí no se recurre (casi) nunca a ello, sino que la atmósfera de terror de alguna forma primordial (sí, no sería ocioso citar como influencia a Lovecraft y sus acólitos del Kalem Club) se establece a base de planos fijos sobre zonas de penumbra, o de primeros planos de los rostros progresivamente estragados de la familia protagonista, o de cotidianos ruidos que, fuera de su contexto, adquieren una apariencia horrísona. También la inquietante música de un tan creativo compositor como es Colin Stetson aporta una dosis fundamental de terror en esta película que, efectivamente, en lo que supone su puesta en escena puramente cinematográfica, es torpe, deslavazada, incoherente, con una historia que avanza a trompicones, pero que en lo que realmente interesa en una obra de terror, su capacidad para inspirar escalofrío en el espectador, consigue plenamente su objetivo, sin por ello recurrir a viejos trucos de mago malo, como tan frecuentemente ocurre hogaño.
Una familia de clase media-alta en el estado de Utah; la abuela, tras una penosa enfermedad, ha muerto. Su hija, Annie, afronta el trance con una mezcla de alivio y pesar: sus relaciones no fueron nunca buenas con su madre; pero la herencia intangible de esta empezará a hacerse presente, una herencia que pronto revela su cara más pavorosa, haciendo la vida imposible a Annie, su marido Steve y sus hijos Peter y Charlie.
Algunas escenas son inolvidables: la secuencia de la alocada carrera en coche del adolescente Peter con su hermana Charlie en el asiento de atrás, con consecuencias insoportables, seguramente nos perseguirá muchas noches en nuestros sueños, a pesar de una bendita elipsis propiciada por un montaje misericordiosamente rápido y certero. Otros momentos, como toda la fase final, proporcionan genuinos erizamientos de vello, de esos que no se pueden forzar ni simular. Es cierto que la explicación final es torticera y no tiene la altura de la atmósfera de terror telúrico conseguida por Aster, pero, llegados a ese punto, casi nos da igual. Lo que nos importa, o al menos esa es nuestra opinión, es la sensación de, a ratos, haber sentido auténtico pánico, esa tan rara sensación en las últimas décadas en el género de terror.
Toni Collette, es cierto, está pasadísima de rosca, y los horribles diálogos que Aster pone en su boca, en ocasiones con monólogos que más parecen más de un imaginario e hipotético El Club de la Tragedia, no son precisamente lo que mejor cuadra a una historia como esta, cuyas bazas están en la imagen y los ruidos, pero no en la palabrería vacua endilgada a sus intérpretes. Del resto me quedo con el raro rostro de la casi impúber Milly Shapiro, una actriz a la que habrá que seguir porque, o mucho me equivoco, o puede tener una más que interesante carrera, y no solo en el cine de terror.
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