He estado tentado de titular esta crítica “El pobre diablo, la floja y la expresidiaria”, porque en puridad esas tres características reflejan las personalidades de los tres protagonistas de esta agradable comedia con un toque algo esquinado. Pero también es cierto que ello sería una reducción elemental que, parece obvio, no se corresponde con la realidad.
Porque el pobre diablo, que lo es, también es un hombre sensible que se ve arrastrado por una pulsión (digámoslo ya) inocua, la de seguir a distancia, sin intervenir nunca, a una mujer a la que cree reconocer de algún momento de su vida: no hay en su comportamiento intento alguno de acoso, ni de abuso, ni de nada: sólo verla, sin ser advertido, quizá esperando que en algún momento un click en su memoria le revele de qué cree conocerla. Seguramente es un comportamiento extraño, pero, siempre que no pase de ahí, no debería tener reproche penal, tampoco moral. En todo caso, cabría el reproche de gastar su vida en semejante actividad, no llenarla con algo más sustancioso. También es cierto que, a estas alturas, ya sabemos que cada cual es libre de usar su tiempo como le plazca.
Porque la floja, que lo es, también es una joven inadaptada, nacida en una familia con la que carece de empatía social, ni anclajes referenciales con ellos, sestea en la vida hasta que la única persona de su familia que ha sido segregada por oveja negra, contacta con ella para hacerle un encargo tan extravagante como, por qué no, decirlo, intrigante.
Porque la expresidiaria, que también lo es, resulta asimismo ser una mujer ya madura con una recóndita pena que la ha convertido en una persona amargada que, sin embargo, siente como el inesperado, silencioso seguimiento de un tipo gris e insulso le abre insospechadas posibilidades para afrontar retos que creía imposibles.
Por tanto, Rosalie Blum es una película más de matices que de brochazos; por eso, y aunque efectivamente los tipos humanos se correspondan con esas etiquetas, sus características reales son mucho más complejas. Partiendo de la novela gráfica homónima de Camille Jourdy, una de las más populares artistas del cómic francés actual, el guionista Julien Rappeneau hace su primera película como director. Julien es, obviamente, hijo de Jean-Paul Rappeneau, uno de los nombres más conocidos del cine francés de los últimos cuarenta años, autor de filmes como Cyrano de Bergerac (1990) y El húsar en el tejado (1995), aunque parece que el joven Rappeneau no tiende al gran espectáculo, como su padre, sino más bien a la comedia pequeña, de personajes y situaciones.
Película rara, hermosa, que habla de sentimientos un tanto retorcidos, pero por ello tan humanos, Rosalie Blum nos trae una historia fresca y nueva, finalmente blanca, con una resolución quizá no demasiado convincente, pero que en conjunto funciona como el artefacto entre juguete humanista y de intriga que resulta ser. El joven Julien se revela como un cineasta competente, con las ideas claras y filmando con habilidad las tres historias que se interseccionan a lo largo de los tres segmentos en los que está dividida la película.
A ello no es ajeno un elenco de intérpretes muy entonado, desde la actriz y directora Noémie Lvovsky (por cierto, con un parecido más que razonable con nuestra Elvira Mínguez) hasta Kyan Khojandi, de obvio origen iraní, también director, guionista y actor, pasando por uno de los rostros más prometedores de la nueva generación de intérpretes galos, Alice Isaaz, tan joven como ya veterana antes las cámaras. Pero la que, como era de esperar, parte la pana es la vieja y estupenda Anémone, que empezó a hacer cine cuando en Francia todavía gobernaba De Gaulle, que ha trabajado a las órdenes de gente como Michel Deville, Marco Ferreri y Claude Lelouch, y que hace una composición memorable de la absorbente madre del protagonista.
96'