El cine independiente es seguramente tanto más agradecido cuanto más humilde es. En ese sentido, este Smoking Club. 129 normas es muy agradecido… Ciertamente, no es una obra maestra, ni por supuesto sus autores lo pretendían. Pero es refrescante, está bien contada, e incluso se permite una narración fragmentada, en estos tiempos en que cualquier cosa que se salga de la narración tradicional parece poco menos que revolucionario.
Un cuarentón en crisis lo deja todo (puesto de trabajo seguro y novia perfecta incluidos) para montar, junto con un socio, un club de fumadores de hachís. Se trata de aprovechar el vacío legal existente sobre este asunto para abrir lo que el protagonista llama “un espacio de libertad”, aunque para que esa libertad sea verdadera y, a poder ser, duradera, va dotando al club de 129 normas, que convierte a ese “espacio de libertad “ en algo que podría parecer una cárcel, o al menos, un corsé de difícil viabilidad. Por allí pasará una fauna de todo pelaje, tanto social como étnico, hasta que una tarde se desencadenan los acontecimientos…
Smoking Club. 129 normas cuenta con la dirección de un Alberto Utrera perito en spots publicitarios, además de tener experiencia también en cortos y televisión. Ello le permite escribir (cinematográficamente hablando) sin faltas de ortografía y salir airoso del envite, nada menos que un largometraje hecho con muy poco dinero y escasos recursos de todo tipo, contando una historia que, ciertamente, es algo marciana, aunque ese tono lunático está premeditadamente buscado por el director y sus coguionistas, además de por el reducido equipo técnico-artístico, al que se le ve muy involucrado en el proyecto.
Película que finalmente habla de la necesidad de buscar la felicidad, do quiera que eso esté y lo que quiera que eso sea, no por ser un tema más bien manido no significa que no tenga interés, sobre todo cuando se da con estos nuevos mimbres, con tipos que lo dejan todo y se lanzan a la piscina sin mirar si hay agua, con niños gordos que crecieron hasta ponerse cachas y, por el camino, perder la chaveta, o patitos feos que de mayores, en vez de cisnes, son pajarracos todavía más feos, buscando desesperadamente a la princesa del cuento.
Es cierto que a veces abusa de humores tópicos, como el humor sobre el facha (la facha, en este caso), pero en general la historia se sigue con ganas, sin altibajos narrativos, lo que habla bien de un equipo corto en medios pero no en imaginación.
Entre los intérpretes me quedo con un Rodrigo Poisón, curtido en mil y una series televisivas, tablas que le vienen de perlas para componer este personaje entre Peter Pan y los protagonistas de aquella vieja película sobre fumetas, ¡Cómo flotas, tío! (1980). De las chicas me quedo con una Silvia Vacas que, ciertamente, está muy convincente como la princesa que el prota dejó un día, sin saber qué dejaba atrás, y que ahora busca su príncipe azul pero se encuentra más bien con la rana…
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