Aunque el western clásico se puede reputar que tenía una mirada “anti-india”, considerando a los amerindios como el enemigo a batir, generalmente tratados como salvajes, brutales y sádicos, lo cierto es que, progresivamente, el cine norteamericano fue virando en su opinión sobre los pueblos indígenas que habitaban su país cuando llegaron los blancos de origen europeo. Así, cabría recordar títulos como Apache (1954), de Robert Aldrich, uno de los primeros que presentó a los indios como seres humanos y no como bestias sedientas de sangre, y más tarde El gran combate (1964), una nostálgica epopeya filoindia curiosamente hecha por John Ford, uno de los cineastas que más había contribuido anteriormente a dar una imagen estereotipada y negativa de los llamados pieles rojas.
En esa misma y novedosa línea de westerns filoindios se inscribieron después otros films como Pequeño gran hombre (1970), de Arthur Penn, y Un hombre llamado caballo (1970), de Elliot Silverstein. Ralph Nelson rueda, al mismo tiempo que esos coetáneos, esta interesante Soldado azul, que planteaba la historia del Oeste vista desde una perspectiva inversa a la habitual del western clásico.
Se nos cuenta entonces la bárbara masacre que el ejército yanqui perpetra sobre una indefensa comunidad india, y cómo dos supervivientes de la misma, un soldado y una mujer blanca cautiva de los indios, habrán de limar sus muchas diferencias para intentar salvar sus vidas.
Estimable tanto por su mensaje nítidamente antirracista como por la química que se produce entre sus protagonistas, el filme de Raph Nelson mantiene intacto su interés. Nelson, perteneciente a la llamada “generación de la televisión” (cineastas que, como él o Sidney Lumet, llegaron al cine tras haberse fogueado en la entonces recién llegada pequeña pantalla), lo cierto es que solo hizo otra película notable, Los lirios del valle (1963), también con claro mensaje antirracista (en este caso sobre la raza negra); el resto de su obra, en general, carece de auténtico interés.
El peso interpretativo recae en una actriz mítica, la gran Candice Bergen, en su mejor época, y en un actor, Peter Strauss, que poco después se haría inmensamente famoso por su intervención en la serie televisiva Hombre rico, hombre pobre, llegando incluso a rodar para Elia Kazan en su El último magnate (1976), para después perderse en productos adocenados, mayormente TV-movies y telefilms del montón.
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