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En los últimos tiempos el siempre combativo Ken Loach nos había dado alguna de cal y alguna de arena; entre las primeras, Jimmy’s Hall (2014) y Yo, Daniel Blake (2016); entre las segundas, Buscando a Eric (2009) y La parte de los ángeles (2012). Con Sorry we missed you parece recuperar el pulso y presentarnos de nuevo una de esas duras denuncias que él suele siempre hacer, porque a Loach no lo veremos nunca dirigiendo un musical, ni un film de género; a lo más que ha llegado es a rodar una comedia, y por supuesto, con el apellido “social”... Porque su cine siempre está dirigido en la misma dirección, la denuncia de los excesos del capitalismo; Loach siempre está al lado de los obreros, sean cuales sea sus ocupaciones.
En esta Sorry... el objeto de sus cuitas es Ricky Turner, un albañil y jardinero que, arrollado por la horrible crisis de 2008, decide hacerse (falso) autónomo para trabajar en una franquicia de distribución de paquetería, llamada PDF (trasunto, quizá, de las verídicas MRW o UPS), donde supuestamente todos son ventajas; pero para ello tiene que comprar una furgoneta y vender el coche de su mujer para la entrada; ella, Abbie, que trabaja en el sector de la dependencia, tendrá que viajar desde entonces en autobús para ir a las distintas casas en las que asiste a personas mayores o discapacitadas. Pero la presión en el trabajo de Ricky empieza a pasar factura: apenas está en casa, más que para dormir, y el hijo mayor, el conflictivo Seb, tiene problemas en el instituto, con actitudes agresivas que hace que el ambiente familiar se enrarezca hasta lo insoportable...
El objeto de las críticas de Loach (y de su habitual guionista, Paul Laverty, que firma los guiones de Ken desde La canción de Carla, en 1996) es el nuevo concepto que se abre en las novedosas formas de servicios capitalistas (Glovo, Deliveroo, Uber, Cabify...) del falso autónomo, el supuesto autónomo que realmente no lo es, porque toda su facturación se realiza hacia un único cliente, por lo que, de facto (pero no de iure) son asalariados puros y duros. Para las empresas son una bicoca: se ahorran pagar el importe de su Seguridad Social y, como son “supuestos” autónomos, no trabajadores, echan todas las horas que sean precisas, sin ajustarse a horarios, para ganar cuanto más mejor. Pero, claro está, la franquicia los tiene sujetos a cumplimiento de sus rígidas reglas, a ser cada vez más competitivos, a olvidarse de normas de seguridad básicas para cubrir los objetivos; y, claro está, para las empresas eso que llaman vida familiar es una entelequia, una variable que no entra en su diabólico algoritmo que solo admite dar cada vez más beneficios.
Cuando entra el factor humano en esta ecuación de difícil resolución (al menos para el trabajador), todo se disparará, todo saltará por los aires: la convivencia familiar, el respeto entre padres e hijos, la desafección en la pareja. Así, el Ricky Turner protagonista podría ser considerado un émulo, a su pesar, del Job bíblico: no hay lugar más que para las penas, el oprobio, la tragedia que acecha, expectante. En este melodrama proletario en el que todo sufrimiento será posible, lo que era un hogar estable y razonablemente en armonía se descontrolará sin remedio cuando los padres hayan de abandonar a su suerte, por mor de sus abusivos trabajos, el cuidado de los hijos, en especial el mayor, en esa edad en la que la rebeldía parece fundirse con el carácter todavía en formación, en esa edad, la adolescencia, que es lo más parecido a un campo de minas.
Acre denuncia sobre este nuevo sistema, los falsos autónomos, que en el fondo esconden una suerte de semiesclavitud moderna, y haciendo creer encima a los desdichados que la padecen que son supuestamente dueños de su destino, Sorry we missed you (algo así como “Lamentamos no encontrarle”, frase inserta en la tarjeta que dejan los transportistas en el buzón del cliente no hallado en su domicilio para entregarle el paquete) es otra de esas películas de Loach que son necesarias, aunque quizá no sean grandes películas desde un punto de vista puramente cinematográfico. Porque Ken Loach, como ya sabemos, no es precisamente un estilista, rueda con tosquedad y sin florituras, su cine es directo y sin sutilezas, si bien es cierto que, con el tiempo, el inglés ha ganado en capacidad para emocionar a partir de sus personajes; aquí, como es marca de la casa, inserta varias escenas de gran impacto emotivo, escenas en las que la tensión entre distintos seres humanos enfrentados, bien por injusticias flagrantes, bien por riñas domésticas, alcanzan un punto de tensión insoportable. El hecho de que Loach haya utilizado esta vez solo a intérpretes prácticamente no profesionales para los personajes principales (salvo el protagonista, Kris Hitchen, que tiene alguna experiencia, aunque no mucha) juega a su favor: los diálogos saben a verdad, están dichos con frescura, con naturalidad, y cuando la tensión se dispara, los novatos actores lo hacen muy bien, con la habitual libertad que da Loach a sus intérpretes, sobre todo en esas escenas percutantes, para que digan los diálogos a su manera, lo que redunda en una verosimilitud, en una credibilidad sobresaliente.
No es cine estilista pero es cine necesario. Se argumentará que para eso están los documentales, pero la ficción, hoy por hoy, tiene el brazo mucho más largo. Además, Loach, que es perro viejo, sabe que ha de mantener el ritmo narrativo, que ha de interesar al espectador, que ha de ganarle por amenidad, no aburrirlo. Y no aburre, claro que no aburre...
Los actores no profesionales, como queda dicho, muy bien. En especial queremos citar a Debbie Honeywood, que hace el papel de la madre de familia, con una rara facilidad para emocionar, una facilidad natural, innata, que sale del corazón antes que de la mente, la autenticidad del ser humano contra la técnica actoral.
(01-11-2019)
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