En los últimos años, el siempre militante e imprescindible Ken Loach estaba ofreciendo signos de cierta irregularidad: junto a filmes interesantes como En un mundo libre… o La parte de los ángeles rodaba otros menos apreciables, como Buscando a Eric o El viento que agita la cebada. Ahora, con Jimmy’s Hall, vuelve en plenitud de facultades, con ese tipo de cine comprometido, reivindicativo y (por qué no decirlo) un punto maniqueo, que es su marca de fábrica.
Irlanda, a principios de los años treinta (del siglo XX, se entiende): un activista socialista vuelve a su tierra tras haber sido deportado a Estados Unidos tras la Guerra de Independencia entre su país y el Reino Unido. A su regreso vuelve a poner en marcha un salón en el que se mezclan actividades muy diversas, desde el boxeo a talleres de literatura, desde lecciones de canto en gaélico (la lengua vernácula irlandesa, ya saben) hasta música y baile por las noches. Ese centro lúdico será visto con desaprobación por las fuerzas vivas del lugar, para la ocasión el sempiterno cura (ya se sabe que Irlanda, junto a Polonia, son los países más católicos del mundo; también los más meapilas, me temo) y el felón, feroz regidor del pueblo, alineado con las tendencias fascistas que en aquella época (Mussolini, Hitler) se enseñoreaban de Europa.
Loach, y su habitual guionista Paul Laverty, nos cuentan la historia verídica (suponemos que más o menos magnificada, como suele ocurrir) de este activista comunista que se enfrentó, con más valor que el Guerra, a los poderes fácticos de su país. La película tiene garra, mostrando los graves problemas por los que tuvo que pasar el Jimmy del título para poder abrir y mantener durante cierto tiempo aquel centro que fue para la comunidad como un bálsamo en sus entristecidas vidas, cuyas labores cotidianas sólo tenían hasta entonces como contrapunto, como ruptura de la monotonía, las misas dominicales…
La Irlanda de Éamon de Valera (aquel “Dev” retratado por Neil Jordan con la faz de Alan Rickman, un férreo, irredento beato, en la por lo demás lamentable Michael Collins), quien rigiera los destinos de su país durante medio siglo desde diversos cargos, desde presidente de la República a primer ministro, es el paisaje de esta historia ciertamente mitificadora y de alguna forma también mixtificadora, pero con la habitual potencia del mejor Loach. Tenemos aquí de nuevo esas escenas que tanto le gustan, en las que las emociones a flor de piel enardecen a un grupo de personas hasta estallar, a veces de forma que parece incluso incontrolada.
Estamos entonces ante una película bien narrada, con sus buenos y malos como acostumbra Loach, pero aquí sin embargo dando cierto cuartelillo a los personajes negativos (ese cura anciano, que es capaz de reconocer la bizarría de su adversario comunista e incluso intenta ponerse en su lugar, escuchando la música que le extasía), lo que ciertamente es de anotar en un cineasta que, siendo tan comprometido y necesario, sin embargo es demasiado dado al brochazo grueso en el perfil de sus protagonistas y antagonistas.
Bien el personaje central, Barry Ward como Jimmy Gralston, quien puso en jaque a la Irlanda rural de la época, y curioso el parecido de la actriz, Simone Kirby, que interpreta a su amor en la película, enteramente una Susan Sarandon treintañera y gaélica. Por cierto, ambos protagonistas se marcan un bailecito nocturno y a solas en el Jimmy’s Hall del título, que es lo más parecido a una coyunda metafórica que haya hecho Loach, me parece, en toda su filmografía. Como Dios (o Marx) no lo ha llamado por el camino del cine romántico, se agradece que no nos castigue con una ración de “cabezas folladoras” (gracias, Aranda, Abril), sino un baile sensual pero contenido, que deja lo mejor para las (más o menos) calenturientas mentes de los espectadores…
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