El cineasta Andrzej Bartkowiak, de evidente origen polaco, condensa en una sola persona las dos facetas habituales del hombre de cine, el artista y el artesano. En la primera de ellas es un exquisito director de fotografía de larga y fructífera carrera, que ha trabajado con asiduidad para directores de primera línea como Sidney Lumet, John Huston, James L. Brooks y Martin Ritt, entre otros, destacando por su impecable trabajo en filmes como El honor de los Prizzi, El príncipe de la ciudad o El amor tiene dos caras. Por otra parte, en su más reciente faceta como director, Bartkowiak es mucho menos interesante, un cineasta impersonal, un artesano que pone en escenas atropelladamente historias generalmente de acción, al descarado servicio de estrellitas del género ya en declive, como Steven Seagal, o realizando adaptaciones de videojuegos a la gran pantalla, como ya ocurrió con la mediocre Doom, y ahora con esta Street Fighter: La leyenda, en la que es la segunda incursión de este popular título en pantalla grande con intérpretes de carne y hueso, tras la iniciática Street Fighter que perpetrara en 1994 Steven E. de Souza, con Jean-Claude Van Damme como protagonista.
Street Fighter es uno de los juegos de ordenador que podríamos denominar “pura sangre” (o más castizamente, “de pata negra”), de la misma jerarquía de un Thomb Raider (Lara Croft), Final Fantasy o, en otro contexto, Super Mario Bros. Fue uno de los primeros que salió a un mercado aún en mantillas, poco después de mediados de los años ochenta, y su prestigio se agrandó con la esencial segunda edición de primeros de los noventa. Plantea el clásico enfrentamiento entre el Bien y el Mal, con un personaje pérfido (Bison, Vega, Balrog, dependiendo del momento histórico o del país, por problemas de derechos o para precaverse de demandas de los insaciables abogados yanquis) que es, seguramente, lo mejor del producto, un villano a la altura de los peores malvados de Disney (lo que equivale a jugar en la Primera División de Canallalandia…), un tipo infecto, carente, literalmente, de escrúpulos, que concibe, como un Mad Doctor cualquiera, dominar el mundo, aunque sea a la escala reducida de Bangkok (quizá no tan reducida: hablamos de casi seis millones de habitantes…).
Pero la habitual torpeza de Bartkowiak como director, unida a un guión superficial y ramplón, no consigue sublimar el material de origen y hacer esa película que el nuevo lenguaje del videojuego pugna por hacer, quizá hace ya demasiado tiempo, todavía sin conseguirlo. Tengo dicho, y lo repetiré otra vez, que las nuevas generaciones, con las innovadoras tecnologías que manejan con la soltura de quienes han nacido con ellas, han de realizar su aportación, como es lógico, a ese Arte que convenimos hace años en motejar de Séptimo, y que esa aportación no hará otra cosa que enriquecer la ya vastísima (a veces también bastísima…) cultura cinematográfica. Pero tampoco será esta nueva versión del popular videojuego el que cincele perfiles novedosos y enriquecedores para el cine. Tal vez ese salto cualitativo sólo se dé cuando auténticos cineastas con personalidad propia, jóvenes que han mamado el videojuego pero no son meros pegaplanos, como Bartkowiak, empiecen a filmar y a establecer las nuevas bases sobre las que el audiovisual del siglo XXI pueda ver nacer a gente que, como Griffith, Welles o Godard, reinventaron el cine, cada uno en su momento histórico. Por cierto, yo estaba haciendo la crítica de una película, ¿no? Vale, tomen nota: mediocridad bostezante en la que a ratos uno se despierta por el fragor de las luchas coreografiadas…
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