Joachim Trier es un cineasta noruego (aunque nacido en la danesa Copenhague) de todavía corta filmografía. Quizá hasta ahora su mejor película fuera Oslo, 31 de agosto (2011), un duro drama en el paraíso escandinavo, una temática que, desde luego, parece ser en la que mejor se desenvuelve este guionista y director.
Con Thelma da un paso más, entreverando el drama de terror, o viceversa, en una historia que por momentos recuerda lo que podría haber hecho Ingmar Bergman si (caso improbable...) le hubiera dado por filmar una versión escandinava de la novela Carrie, de Stephen King, que hubiera sido, a buen seguro, muy distinta de las dos adaptaciones al cine que hasta ahora se han realizado, Carrie (1976), dirigida por Brian de Palma, y Carrie (2013), puesta en escena por Kimberly Peirce.
Noruega, en nuestros días: tras un prólogo en el que vemos a un padre y su hija como de seis años en lo que parece una expedición de caza (él lleva un rifle “ad hoc”), damos un salto hasta la adolescencia de la niña, en torno a sus 17/18 años, cuando acude a una universidad donde va a cursar Biología. La familia de la chica es de rígidas convicciones cristianas, aunque parece haberse cernido sobre ella una tragedia innominada de la que nadie habla. La muchacha tiene problemas de relación con los demás estudiantes, fundamentalmente por la educación represiva que han ejercido sus padres sobre ella. Pero, paralelamente, la chica empieza a tener convulsiones que pudieran ser ataques de epilepsia, por lo que los médicos proceden a chequear su salud...
Tiene Thelma muchos puntos positivos y pocos negativos. Entre los primeros, la creación de una atmósfera inquietante, sin pretender dar miedo, sino solo desasosegar al espectador, objetivo plenamente conseguido; también es muy interesante la historia central, que nos habla de la represión de la chica y cómo sus estallidos de poder preternaturales están vinculados a los momentos de lucha entre los prejuicios religiosos firmemente instalados en su mente por sus padres, y sus verdaderos anhelos, aquellos que pugnan por conseguir que sea autónoma, por actuar conforme a sus deseos y auténticos sentimientos: ser ella, vivir su propia existencia, no la que vicariamente quieren sus progenitores, amar y ser amada sin tabúes, sin predeterminaciones. Trufada de elementos simbólicos animales (la cierva como emblema de la pureza infantil, la serpiente como signo del pecado, los pájaros como portadores de sus miedos), Thelma gusta también por su bien cuadrado guion, en una historia que combina admirablemente realidad y fantasía paranormal. Entre los elementos que no son tan positivos habría que citar la utilización, incluso de forma excesiva, del tópico recurso de las luces que parpadean cuando hay algún proceso sobrenatural; dicho sea lo cual, es un pecado (ya que estamos...) venial, que no empece la calidad del conjunto.
En el paraíso noruego, donde quizá los perros sí sean atados con longaniza, hay sitio también, como sabemos, para la angustia, para el terror a no ser como esperan que seas, a defraudar a los que más quieres, aunque estos puedan llegar a ser, a la postre, tus mayores enemigos.
Hermosa, triste y dura, Thelma es, entonces, un camino de iniciación, la historia de un alegórico patito feo que tuvo que aprender a dominar sus alas para convertirse en el cisne que deseaba ser: hablando en plata, tendrá que aprender a utilizar sus poderes para llegar a ser la persona adulta, cabal, que finalmente quizá no necesitará volver a usar más los prodigiosos dones genéticos que le llegaron sin ser pedidos, y cuya falta de destreza en su gestión provocó tragedias innombrables.
Gran trabajo de la protagonista, la jovencísima Eili Harboe, de todavía corta carrera, que está excepcional en su complejo papel, una chica de baja autoestima que, sin embargo, se encontrará con facultades que la superan, que no sabe dominar, y que jugarán un papel importantísimo en la dura lucha interior que mantiene consigo misma, entre la coerción de la religión paterna y los instintos puramente humanos que buscan fluir con libertad.
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