Tierras de penumbra

Basada en una historia real, la del escritor C.S. Lewis y su esposa Jay Grisham, llevada primero al teatro y ahora al cine, Tierras de penumbra es, sin duda, una cinta academicista, melodramática y convencional. Pero también es una hermosa cinta.

Se nos cuenta aquí, en un lenguaje fílmico totalmente clásico y alejado de innovaciones, el otoñal romance entre un maduro profesor de la Universidad de Oxford y una divorciada norteamericana que viaja a Inglaterra acompañada por su hijo. Atado a la rutina y a los rígidos moldes del campus británico, este hombre descubrirá un universo de sentimientos y sensaciones en su contacto con esta mujer, esta joven autora de malos poemas pero que trae un soplo de vida y aventura a su caduca existencia.

Será un romance truncado por la tragedia, un romance en el que se nota que se ha volcado Richard Attenborough, veterano actor y director que tras su éxito mundial con Gandhi o su semifracaso de Chaplin, se ve que ha cuidado al máximo su última realización. Así, potencia los aspectos visuales de los preciosos paisajes ingleses, sabe llevar la narración con el “tempo” preciso, cuida al detalle la ambientación, introduce críticas notas costumbristas o se vuelca en sacar el máximo partido de su pareja de actores protagonistas, excelentes Anthoy Hopkins y Debra Winger.

Pero no todo es placidez en Tierras de penumbra. Sobrenadando a toda esa superficial belleza, sus autores introducen un punto evidente de oscuridad y desesperación. Y en todo el tramo final de la narración, Attenborough introduce –con británica educación, eso sí— algunas terribles preguntas. ¿Por qué existe el dolor y el sufrimiento? ¿Por qué la muerte, cada día, de los más inocentes, de los más débiles? ¿Por qué Dios lo permite, por qué tolera la injusticia?, se sugieren ante el espectador. Preguntas sin respuesta que otorgan a la cinta una dimensión nueva y trasladan al convencional melodrama una insospechada densidad, una impensable crueldad.