ESTRENO EN NETFLIX.
Aline Brosh McKenna es una guionista norteamericana, aunque nacida en Francia, que se dio a conocer por la adaptación al cine de la novela El diablo viste de Prada (2006), de la que es autora Lauren Weisberger, y que llevó a la pantalla David Frankel, con Meryl Streep y Anne Hathaway en desigual duelo interpretativo (ya imaginan quién se llevó el gato al agua...), una película que se hizo muy popular, llegando a recaudar en todo el mundo diez veces lo que costó, e incluso cosechó buen número de premios y nominaciones, incluidos algunos para Aline por su guion adaptado.
Ahora Brosh McKenna debuta en la dirección cinematográfica con esta dramedia romántica, género en el que parece evidente se siente segura, y lo hace de la mano de Netflix, que distribuye mundial y directamente el producto en su catálogo bajo demanda. Lo cierto es que estrenarse bajo el patrocinio de la poderosa plataforma californiana es, al menos desde un punto de vista comercial, una garantía de solidez industrial, aunque otra cosa sea que el resultado, en términos artísticos, o simplemente de entretenimiento, sea también positivo.
La historia se inicia en Los Ángeles en 2003. Conocemos a Debbie y Peter, ambos veinteañeros, que echan un polvo tras lo cual quedan como amigos; mientras ella se queda en la ciudad, se casa y tiene un hijo, él se traslada a Nueva York y allí se convierte en exitoso emprendedor, especializado en mejorar empresas cuando estas no van bien, lo que le hace prosperar y, en definitiva, enriquecerse. Sin embargo, las novias no le duran más de seis meses, siempre por su escasa capacidad para comprometerse. Debbie y Peter mantienen una relación de profunda amistad, casi siempre cultivada a través de internet, vía Skype y similares; veinte años después, ya en 2023, Debbie, ya divorciada y con hijo de 12 años, tiene que viajar a Nueva York para hacer un curso que le ayudará a mejorar en su carrera como contable; al tiempo, Peter ha roto con su enésima novia y, concluido el proyecto empresarial en el que ha estado embarcado los últimos seis meses, se ofrece a intercambiar su casa con la de Debbie para cuidar él del preadolescente Jack y que ella pueda así asistir al curso en la Gran Manzana...
Tiene Tu casa o la mía algunos problemas que hacen que diste de ser la buena película que, a buen seguro, sus autores han querido que sea: uno de esos problemas es su historia, tirando a tópica, donde desde el minuto uno sabemos, sin que nos lo digan, que estos iniciales follamigos realmente están colados sentimentalmente uno por el otro, y que todo el metraje, casi dos horas, se irá en descubrirlo por sus propios medios, cuando para todos los demás (desde luego para cualquier espectador medianamente despierto) es de una obviedad meridiana. Otro sería que Brosh McKenna, que es buena guionista, como directora está todavía un tanto verde, y aunque se las quiere dar de avezada utilizando algunos trucos de director experimentado, como jugar con la pantalla partida (para lo que estos tiempos de Zoom, Skype y otros sistemas de videollamada son, desde luego, ideales), lo cierto es que se nota la bisoñez en la despersonalizada puesta en escena de la nueva realizadora, aunque hay que reconocerle un impecable diseño de producción, como seguramente solo se puede permitir el cine norteamericano de elevados estándares industriales. Otra cosa que salta a la vista enseguida es que el intercambio de casas y, consecuentemente, de ambientes, surtirán efectos beneficiosos en ambos, mejorándolos claramente: Debbie, haciéndose más cosmopolita y también menos conservadora, más abierta a nuevas tendencias y nuevos objetivos; Peter, descubriendo que el mundo tradicional y súper organizado de ella también tiene sus virtudes, y ya de paso aprovechará para descubrir al acomplejado adolescente hijo de su amiga que hay otro mundo más allá de los miedos y las fobias diarias; estamos entonces, además de ante una comedia romántica, ante una comedia que basa su (relativo) humor en el cine de opuestos, con dos personas totalmente distintas: ella, hormiguita hacendosa y disciplinada, teniendo siempre que tenerlo controlado todo; él, por el contrario, es una cigarra despreocupada, tirando a irresponsable, viviendo sin asideros emocionales a falta del que realmente anhela...
La película tiene algunos puntos que nos parece relevante reseñar, como (acorde con nuestro tiempo) el sexo desprejuiciado, no necesariamente unido al amor o a la relación de pareja, sino al mero placer sin culpabilizaciones, sexo sin amor que no solo no está mal visto hoy día (lo que era impensable no hace tanto), sino que incluso es de buen tono social; o los diálogos de la protagonista con el editor guaperas (más o menos el sueño de cualquier aspirante, o “aspiranta”, tan ideal como irreal, me temo...), trufados de anécdotas y citas literarias, algo sumamente infrecuente en productos comerciales al uso como este; o la escena cuasi final, con los dos enamorados, que aún no saben que lo son, hablándose desde las pasarelas automáticas del aeropuerto, que circulan ambas en sentido inverso, como ellos mismos hasta entonces.
Queda entonces un producto de los que los analistas del negocio cinematográfico suelen denominar “feelgood”, de buenos sentimientos, que, no siendo atroz, porque se deja ver con benevolencia, apunta maneras que podrían haber mejorado la película a poco que se hubiera contado con una historia menos previsible y con una puesta en escena más experimentada que la de la guionista y neófita directora. Tampoco los intérpretes están especialmente inspirados, ni siquiera la propia Reese Whiterspoon, que además de protagonizar, coproduce el film, por lo que se le debía suponer una mayor implicación. Ashton Kutcher está a años luz de su mejor trabajo actoral, para nuestro gusto el amargo biopic Jobs, sobre el visionario creador de Apple; y encima de todo aparece algún personaje, como el que interpreta Steve Zahn, que se podían haber ahorrado, porque nada aporta a la historia.
(22-02-2023)
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