Se ha escrito (tal vez demasiado, porque los críticos con frecuencia nos repetimos más que el pepino) que en Una historia verdadera el excéntrico David Lynch ha dejado atrás sus extrañas fantasías para dedicarse a narrar un relato verídico con tonos clásicos. Y, aunque no les falta razón a los que tal cosa dicen, también es cierto que ya había en su cine anterior sobrados atisbos del clasicismo que ahora rebosa su último film. ¿O no tenía, quizá, un tratamiento clásico aquella pequeña maravilla que era El hombre elefante, una historia de amor entre bella y bestia, un híbrido entre el cuento de hadas y el de terror? Así que mejor nos dejamos de lugares comunes y nos dedicamos a hablar de la película.
Una historia verdadera es, fundamentalmente, un camino de expiación. Al final de su vida, el viejo Alvin Straight concibe la idea de reconciliarse con su hermano Lyle, herido de muerte por un infarto. El trayecto, más de 500 kilómetros en una segadora con más tiros dados que en la guerra, será antes un itinerario de redención de sus culpas familiares (esa soberbia que le enemistó gravísimamente años atrás) que un viaje físico. De hecho, el anciano semi-impedido rechazará otros medios de transporte más cómodos, más modernos, para continuar con su vieja segadora a 10 kilómetros por hora. Porque lo que Alvin alienta en lo profundo de su corazón no es tanto visitar a su hermano como expiar su pasado, los años que dejaron de verse por ridículos empecinamientos.
Algún despistado creerá ver en esta reivindicación de los lazos familiares una loa a lo que de conservador tiene la institución. No sabe, entonces, que la familia no es de derechas ni de izquierdas, y que no hay una única forma de familia. Lo importante es saber que la tienes, sea de tu sangre o no; que la quieres, cualquiera que sea tu relación con aquéllos que tú consideres que forman tu familia.
Con ritmo pausado, hermosos campos de maíz como paisaje vital y la América profunda como paisanaje cotidiano, la película fluye despaciosa, suave y bella, con una nostálgica música de Angelo Badalamenti plagada de notas melancólicas de violín, con menudos encuentros que puntean un viaje vital, también un viaje terminal. Al final de la vida, parece decir Lynch, sólo vale lo realmente importante. No sé si me entienden...
(19-02-2003)
110'