A Marco Bellocchio, lo tenemos escrito, se le quedó parado el reloj en Mayo del 68 (no en la Primavera de Praga, no…), y hace años que no hace cine realmente bueno. Su última película de interés quizá fuera “Marcha triunfal”, y de eso hace ya más de treinta años. Bellocchio, ya septuagenario, sigue con su matraca ideologizada, como si el cine pudiera cambiar el mundo, ilusión que una vez se tuvo, hace tanto tiempo, hasta que nos dimos cuenta de que, como mucho, el mundo cambiará el cine (de hecho, así está pasando, ¿o no?).
Es verdad que, esta vez, Bellocchio no nos endilga la habitual batallita maniquea con derechistas, ricos, militares y/o políticos, todos ellos malísimos, que les hacen grandes putadas a los pobrecitos obreros, izquierdistas y/o ecologistas, sino que pone en escena uno de esos casi ocultos casos de la Historia que, de todas formas, terminó conociéndose, bien que no en toda su amplitud: nos cuenta Marco aquí la vida y peripecias de Ida Dalser y su hijo Benito Albino Mussolini, la que al parecer fue la primera esposa del Duce (aunque nunca se pudo documentar tal boda) y madre de su primogénito, primero reconocido y después negado. El hecho de que el futuro dictador casara (durante la convalecencia de sus heridas en la Gran Guerra) con Rachele Guidi, quien le cuidaba en aquel trance, hizo que, según parece, el futuro todopoderoso Duce obligara a Ida a recluirse en un hospital psiquiátrico, donde permaneció hasta su muerte.
Tiene el filme de Bellocchio algunos momentos de auténtica creatividad cinematográfica: el hecho de que el cineasta italiano tenga el cerebro calcificado por su dogmatismo no elimina la verdad de que alguna vez fue un director de gran capacidad visual, y quien tuvo retuvo: es espléndido el plano de la protagonista encaramada en una reja en su prisión, bajo una inmisericorde nevada, mientras va lanzando al aire, una tras otra, las cartas de su amado/odiado Mussolini. También casi al final, cuando tras la postrera fuga la mujer es devuelta a la institución de insanos, la cámara filma la escena desde dentro del coche, con el rostro de Ida en primer plano; aprovechando la ventanilla del vehículo y gracias a la profundidad de campo, vemos los rostros de sus paisanos al fondo, al tiempo heridos por la felonía que se cometía ante sus ojos, pero también reprimidos por el miedo sin nombre que producía en el país el régimen fascista.
Pero son solo algunos bellos dijes engastados en una larga diadema de bisutería, donde priman las “caritas” de determinación y denuedo de Giovanna Mezzogiorno en su personaje de la mujer primero amada y después repudiada por el Duce. El conjunto se hace pesado y reiterativo, como casi siempre en Bellocchio, que es uno de estos cineastas que creen que su cine merece más de los noventa minutos estándar, aunque para ello tengan que aburrir a modo al espectador.
Claro que, tras ver “Vincere” y contemplar algunos de los auténticos discursos que se conservan grabados del Duce, la pregunta que se hace el espectador es cómo fue posible que un fantoche de estas características, un payaso fatuo, exhibicionista y fanfarrón, llegara a la más alta magistratura de una tierra que parió a Julio César, a Miguel Ángel y a Leonardo, y tuviera más poder en Italia del que nadie más, ni antes ni después, detentó en aquella (todavía) joven república, aunque viejo, viejísimo pueblo: ese sí que es un misterio, y no el de la posible boda de Ida Dalser con Benito Mussolini…
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