CINE EN PLATAFORMAS
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Matteo Garrone es, hoy por hoy, uno de los cineastas de referencia en Italia, aunque ya sabemos que el cine italiano actual dista años luz del gran cine italiano de los años cuarenta, cincuenta, sesenta e incluso setenta (los inmortales Rossellini, De Sica, Fellini, Visconti, Antonioni, Pasolini, Bertolucci; los muy notables Monicelli, De Santis, Zampa, Comencini, Scola, Risi...). Hoy día ves el panorama de cineastas itálicos, y salvo el propio Garrone, más los veteranos Bellocchio, Moretti y Amelio, y algunos más jóvenes como Sorrentino y Rohrwacher, el resto es abrumador silencio...
Lo curioso es que Garrone tardó en llegar a la primera línea del cine de su país y, por ende, del cine internacional. Nacido en Roma en el emblemático año 1968, empezó a hacer cine en 1996, pero no sería hasta bien entrada la primera década del siglo XXI cuando alcanzó notoriedad con Gomorra (2008), relato sobre la Camorra napolitana que se benefició considerablemente de la (no sé si supuesta) amenaza contra el autor de la novela en la que se basaba, Roberto Saviano, al que se decía que la siniestra mafia habría puesto precio a su cabeza por revelar las interioridades de su organización; claro que vista la película, no se entendía a qué venía aquello, más allá de una bien orquestada campaña de (des)información para que el público creyera que iba a ver lo nunca visto, cuando era lo de siempre...
En cualquier caso, y con independencia de sus valores cinematográficos (que tampoco eran muchos, aunque los tenía...), Garrone consiguió su objetivo de sacar la cabeza entre la muchedumbre de cineastas de su país que pugnaban por ser algo más que meros pegaplanos. A partir de ahí, lo cierto es que el bueno de Matteo ha emprendido una carrera que, si tiene alguna característica, es precisamente su disparidad, su eclecticismo; así, rodó Reality (2008), a modo de sátira o parodia de los “reality-show” de Mediaset y demás cadenas de similar ralea, que si en España tuvieron relevancia, en Italia alcanzaron el grado de mito al que todo aquel que no tenía media neurona aspiraba. Después Garrone se pasó al cine fantástico y medievalista con El cuento de los cuentos (2015), curiosa aportación al universo cuentista, adaptación de El Pentamerón, de Basile (no Vasile, Paolo, que ese es otro...), unos cuentos bastante alejados de los infantiles de Perrault, Hoffmann o los hermanos Grimm. Después, de nuevo en un giro de eclecticismo, hizo Dogman (2018), basada libremente en hechos reales, el brutal asesinato que ejecutó un alfeñique sobre el cabrón que lo sojuzgaba desde hacía años. La última peli de Garrone antes de la que comentamos será Pinocho (2019), nueva adaptación del clásico de Collodi, una vistosa versión que, sin embargo, nada aportaba a lo ya conocido.
Ahora Garrone da un nuevo salto mortal y nos habla en esta Yo capitán del lacerante problema de la inmigración ilegal. Aquí, es cierto, hay una novedad interesante, por cuanto hasta ahora el cine comercial occidental se había centrado mayormente bien en hablar de los inmigrantes ya en Europa, bien sobre su peligrosa travesía del Mediterráneo en precarios barquitos; así se han podido ver títulos como los ya casi clásicos Bwana o Retorno a Hansala, de muy diverso tono, pero también Mediterráneo, sobre el salvamento de las personas que naufragan en su intento de llegar al supuesto paraíso europeo.
Garrone, sin embargo, se va más atrás, y empieza justo en el origen; en este caso, en Dakar, la capital de Senegal, donde conoceremos a Seydou y Moussa, jóvenes primos de 16 años que sueñan con emigrar a Europa para poder tener una mejor vida para ellos y sus familias; están ahorrando todo lo que pueden, y aunque Seydou se encuentra con la negativa frontal de su madre, finalmente se escapa con Moussa y emprenden el viaje, que estará lleno de vicisitudes de todo tipo, teniendo que atravesar el desierto del Sahara, siendo apresados por bandidos que los torturan para que llamen a sus familias para pedir un rescate, entre otras calamidades...
El valor de esta Yo capitán radica en una doble circunstancia; la primera y más llamativa quizá pueda parecer el hecho de que durante todo el larguísimo periplo entre Dakar y Trípoli, en Libia, fundamentalmente Seydou (a Moussa se le pierde la pista durante un tiempo) habrá de enfrentarse a gente mala, muy mala, gente sin escrúpulos ni entrañas para los que la vida humana no vale absolutamente nada: esa sensación de que el ser humano trata a sus semejantes como si fuera basura es una de las que se queda en la mente del espectador como una carga de profundidad. Sin embargo, a la par que esa inicua sensación, y finalmente imponiéndose a ella, aparecerá su contraria, su antónima, si nos permiten la expresión, la de la generosidad a todo trance, la de entregarse al otro sin pedir nada a cambio, sin intereses ocultos ni otra cosa que no sea la imperiosa necesidad de no abandonar al prójimo en la estacada. Esa sensación, tan distinta, tan esperanzadora, la encontraremos en ese joven protagonista, Seydou, capaz de volverse en medio del desierto, bajo un sol infernal, para intentar auxiliar a una mujer que no puede continuar la marcha, o a buscar por todo Trípoli a su primo Moussa, hasta encontrarlo, y después afrontar la peripecia de, sin experiencia ni conocimientos, acceder a pilotar un barquito (apenas un cascarón flotante...) hasta Italia con tal de poder llevarlo a un hospital. Pero no solo será Seydou el que nos reconciliará con el género humano, eso que es tan difícil; también el joven se encontrará, en el peor de los momentos posibles (cuando están vendiéndolos como esclavos, a estas alturas, como si fueran ganado), cuando uno de sus compañeros, un hombre maduro, se apiade de él y lo lleve como su ayudante de albañilería para poder escapar de una espiral de dolor y muerte.
Yo capitán es, entonces, un desgarrador relato sobre las trágicas peripecias que atraviesan comúnmente aquellos que creen, en África, pero también en Asia (en puridad, en cualquier lugar del mundo donde haya guerra y/o hambre, esos siniestros, diabólicos gemelos), que en Europa atan los perros con longaniza (aunque, por comparación, ciertamente, está mucho mejor que sus países de origen), y, sobre todo, creen que el mero hecho de llegar a los países europeos les redimirá de su pobreza y les proporcionará estándares de bienestar similares a los blanquitos que la pueblan.
Film desgarrador, funciona a la perfección la lógica identificación del espectador con el protagonista, Seydou, un chico bueno, amoroso con su madre y su familia, generoso con los demás, lleno de esas virtudes que conmueven tan hondamente, haciéndonos creer, contra toda esperanza, que la Humanidad no somos la enfermedad que está acabando con el planeta. Esa identificación nos hará sufrir en primera persona las numerosas penalidades, las tremendas injusticias, las reiteradas estafas a las que este pobre infeliz, que solo quería mejorar la vida de los suyos, es sometido una vez tras otra, a pesar de lo cual no perderá su fe en el ser humano, ni su férrea voluntad de hacer lo correcto, siendo esto tan revolucionario como mantener con vida a todos, socorrer al que padece, imponer serenidad cuando los ánimos se caldean: vamos, un héroe de verdad, sin necesidad de mallas ni de capas para volar... aunque Garrone se permite algunas bocanadas de deliciosa fantasía poética, un remanso, un oasis (qué propio este concepto, dado el tema...), en una película que, una vez comenzado el viaje iniciático de los primos, apenas da tregua.
Buena película esta de Garrone, demostrando su ductilidad, pero también su humanismo, esa rareza en este tiempo de egoísmos, de demagogias, de abyecciones que hacen rebosar de heces las redes sociales. Preciosa fotografía de Paolo Carnera, que consigue bellísimas imágenes del desierto, pero también bucea en las ominosas sombras de las cárceles de los bandidos en Libia. Pero sobre todo lo que nos parece un acierto es la elección de los dos protagonistas, los jóvenes Seydou Sarr y Moustapha Fall, ambos sin experiencia previa ante una cámara, siendo sobre todo el primero de ellos todo un hallazgo, un chico de una rara capacidad para transmitir las muy diversas emociones (miedo, dolor, determinación...) a las que se verá arrastrado tras partir de su tierra.
A buen seguro que Yo capitán no es una obra maestra, pero sí una película necesaria; no es solo entretenimiento (que lo es), sino también una llamada angustiosa sobre qué estamos haciendo para evitar que niños de 16 años tengan que pasar un infierno como el protagonista de este film, y finalmente, con su poca edad, con su enternecedora y tan raída camiseta del Barça, se vea abocado a llevar sobre sus hombros una responsabilidad (la vida de cientos de personas, nada menos) a todas luces desmesurada.
(13-01-2024)
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