La verdad es que era difícil afrontar este tema: nada menos que una relación amorosa, por qué no sexual, entre un joven afectado por el síndrome de Down y una chica sin esa discapacidad. Entre los escasos tabúes que van quedando (es cierto que vamos creando otros, y qué tabúes, tan estúpidos), el del sexo entre personas discapaces y “normales” (llamémosle así, a falta de una mejor definición) sigue siéndolo con todas sus consecuencias. Así que hacer un filme que gira precisamente sobre esta temática amorosa y sexual era complicado. Debía mantenerse un equilibrio entre contar una historia que no es ajena a la realidad, con naturalidad, pero sin caer en sentimentalismos ni excesos.
El hecho de que uno de los directores tenga un familiar aquejado por el SD (acrónimo de síndrome de Down) sin duda habrá ayudado a alcanzar este difícil equilibrio. Es cierto que ambos directores, Pastor y Naharro, veteranos cortometrajistas, no aparentan ser neófitos en el largometraje de ficción, y mantienen un ritmo narrativo adecuado, combinando con buena mano la historia principal y la secundaria, tan hilvanada a la primera, una subhistoria de igual calado y significación, casi un Romeo y Julieta en clave SD.
Los directores han optado por un tono naturalista, casi documental, rodando generalmente cámara en mano, con una fotografía de fuerte grano y cierto toque feísta, probablemente para hacer más creíble su historia, la de un chico Down con carrera universitaria, andaluz y con un caletre que dejaría en evidencia a muchísimas personas sin el cromosoma de más que caracteriza a los SD, en una ficción en la que se adivina mucho material biográfico del propio protagonista, Pablo Pineda, merecidamente galardonado con la Concha de Plata a la Mejor Interpretación en el Festival de Cine de San Sebastián. Se suele decir de algunos actores que, sin ellos, la película no sería la misma; en este caso lo que ocurriría, literalmente, es que no existiría.
Hay escenas magníficas: el protagonista golpeando la puerta del prostíbulo, invocando con ansiedad, pero también con dignidad, su condición de hombre, aunque tenga 47 cromosomas; la madre del chico Down llorando y pidiéndole perdón por haberse esforzado tanto en hacerle inteligente y, con ello, tan consciente de la falta de afecto sexual que le acompañará hasta el final de sus días; el personaje de Lola Dueñas y el de Pablo Pineda, en el ascensor, haciendo el tonto y, con ello, escandalizando a la típica (y tópica, es verdad) pareja madurita biempensante…
Fresca y sincera, cinematográficamente sencilla (aunque con algunos dijes notables: véase la mano de Dueñas, tras el distanciamiento del chico Down, apoyándose en la fotocopia de la mano de él), percutante socialmente, Yo, también es una película necesaria, de ésas que podrían llamarse, no sin razón, como servicio público, sin que por ello sea la habitual postalita auspiciada por el poder político.
Una apostilla a modo de estrambote ortográfico: ¿qué pinta esa coma entre “Yo” y “también”? ¿Por qué el título no es, como debería ser, “Yo también”, sin coma alguna? Daniel, el personaje central de la historia, defiende con ello su carácter de ser humano, de hombre, y no hay coma alguna posible entre los dos términos de su afirmación: “Yo también soy un hombre”, dice, no “yo, también, soy un hombre”. No sé si será un resabio logsiano, porque los directores y guionistas tienen edad como para haber sido educados con anterioridad, pero en cualquier caso es un disparate que ha llegado hasta el mismísimo título. Pasará desapercibido, pero, quiérase o no, es una patada al diccionario. Porque escribir bien no es sólo cuestión de palabras ni de tildes, sino también de una correcta puntuación.
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