Icíar Bollaín tiene hasta el momento una curiosa carrera como directora, con altibajos: debutó con la fresca pero sin duda insuficiente Hola, estás sola? (1995), para mejorar a ojos vistas con Flores de otro mundo (1999), que evidenciaba una sensibilidad muy interesante. Su tercer film como directora fue su, para nuestro gusto, mejor película, la percutante Te doy mis ojos (2003), que trataba el tema del maltrato conyugal, con una sutileza extrema, a pesar de sus imágenes durísimas; a partir de ahí no ha vuelto a recuperar tal nivel: Mataharis (2007) será una película estimulante, aunque no concitó tantos parabienes; También la lluvia (2010) petardeó lastimosamente, en una obra que se quería social pero terminaba aburriendo; tampoco Katmandú. Un espejo en el cielo (2011), de nuevo con tema social, daba en la tecla; y El olivo (2016), que aunque tuvo cierta repercusión, incluso con Goya para Anna Castillo, tampoco la devolvió a la primera línea del cine español.
Ahora Bollaín afronta con Yuli un género difícil, el del biopic, y más aún cuando el biografiado no solo vive, sino que el texto sobre el que se parte es su autobiografía e incluso se implica en el film interpretándose a sí mismo en la actualidad. Bollaín, lo diremos pronto, sale airosa de ese difícil empeño, a base de sensibilidad y talento, contándonos la azarosa existencia de Carlos Acosta, al que su padre llamaba Yuli, en homenaje al mítico hijo del dios africano Ogún, bajo cuya advocación lo amparaba. Este chico, nacido en uno de los barrios más pobres de una paupérrima La Habana (aunque posteriormente, tras la caída del Muro de Berlín –y, con ello, la pérdida del apoyo financiero de la URSS—y el bloqueo norteamericano, la cosa fue incluso peor), será obligado por su padre, que cree a pies juntillas que el niño tiene cualidades innatas para la danza, a formarse en un centro especializado. Aunque renuente y con continuas faltas de disciplina y desapego, el pequeño Carlos se irá forjando en la técnica del baile, hasta alcanzar las más altas cimas en entidades del prestigio del Royal Ballet de Londres, del que será su primer bailarín, siendo el primer negro en interpretar personajes inicialmente pensados para blancos, como el Romeo y Julieta de Prokofiev.
La historia de Carlos Acosta, el mitificado Yuli de su padre, es en puridad la historia de un dilema que no es exclusivo del bailarín cubano, sino de todos aquellos que, tocados por los dioses, han de dedicarse en cuerpo y alma a ejercitar ese talento graciosamente donado, lo que supone inevitablemente la pérdida de tesoros como la infancia, la juventud, la cercanía de la familia. Yuli se debatió toda su vida en ese dilema, compelido por su padre que quería, a toda costa, que su hijo brillara como él sabía que podía brillar. Ese dilema entre fama, prestigio y dinero, por una parte, o pasar por la vida como un ciudadano normal, con sus penurias, pero también con sus apegos y afectos, se resolverá naturalmente en la madurez, cuando todo encaje en su sitio.
Obra serena y adulta, retrata con sencillez y buen hacer la vida de este bailarín renuente, con sus dudas y ofuscaciones, pero también con ese talento natural para la danza, para interpretar como un dios de azabache las mejores partituras de las coreografías clásicas. Icíar Bollaín introduce, de la mano de su habitual guionista (y pareja en la vida real), Paul Laverty (que también es el libretista de cabecera de Ken Loach), excursos de la vida de Acosta vistos a través del prisma de la danza, hermosísimos números bailables que recrean, artísticamente, los momentos más complejos en la andadura vital de este hombre que pasó de hacer “hip-hop” y “break-dance” en las callejas más tiradas de La Habana a ser una deidad alada en los mejores teatros del mundo.
Buen trabajo interpretativo; nos quedamos especialmente con la labor matizada de los no-actores Keyvin Martínez y Edlison Manuel Olbera Núñez, que hacen de Carlos Acosta joven y niño, respectivamente, en sus primeros trabajos ante una cámara, obviamente seleccionados por sus cualidades y técnica como bailarines, pero de los que Bollaín obtiene oro puro; ya habíamos observado en las películas de Icíar que, quizá porque ella misma es actriz, consigue interpretaciones espléndidas de los actores y actrices que se ponen bajo sus órdenes. También hay que destacar a Santiago Alfonso, cuyo personaje del padre de Carlos es muy complicado, teniendo que ser a la vez odioso y amado.
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