El fenómeno de la secta conocida como Iglesia Palmariana de los Carmelitas de la Santa Faz, o, más coloquialmente, el Palmar de Troya (haciendo con ello sinécdoque del nombre del homónimo municipio sevillano, hasta hace unos años adscrito a Utrera, pero desde 2018 ya independiente), es sin duda uno de los más curiosos, también de los más sangrantes (en cuanto a los cientos, quizá miles de personas a las que arruinó la vida) de los que surgieron en la Andalucía, en la España de los años sesenta del siglo XX, y que, sorprendentemente, llega hasta nuestros días, cuando se escriben estas líneas, en la tercera década del siglo XXI, más de medio siglo después.
Surgido a raíz de ciertas supuestas apariciones de la Virgen María a unos niños (a imagen y semejanza de lo ocurrido en Fátima, en Portugal, o Lourdes, en Francia), el fenómeno seudorreligioso fue pronto manipulado por Clemente Domínguez, un pícaro de la sociedad sevillana de la época, para centrar las supuestas apariciones y los subsiguientes presuntos milagros en su persona. Apoyado por otro pícaro, amigo y amante, Manuel Alonso Corral, ambos montaron una entonces precaria comunidad cristiana de tintes ultramontanos, buscando captar a los adeptos que se sentían huérfanos por la evolución de la Iglesia Católica a partir del Concilio Vaticano II, que intentaba acercar la anquilosada institución a sus feligreses. Con artimañas de embaucadores, Clemente y Manuel montaron un tinglado de supuesta pureza religiosa que, en realidad, ocultaba una estructura en la que lo que se procuraba era la recepción de considerables donaciones de pánfilos no solo de España sino del resto del mundo, cuyo fin no era otro que lograr que la “curia” palmariana llevara una vida llena de lujos y lujurias.
Sobre ese fenómeno se habían hecho ya algunas películas, alguna en tono de comedia, como Manuel y Clemente (1986), dirigida por Javier Palmero, y alguna otra que entraba ya directamente en los terrenos de la astracanada, como La de Troya en el Palmar (1984), con dirección de José María Zabalza. Ahora Movistar+, en coproducción con 100 balas (una filial de la poderosa The Mediapro Studios de Jaume Roures) y 93 metros, acometen la ambiciosa tarea de plasmar en una miniserie documental de 4 episodios la verdad sobre ese fenómeno que, ciertamente, solo podía darse en una sociedad como la española, y especialmente la andaluza, de los años sesenta, una sociedad en buena medida analfabeta, si no en sentido estricto sí funcional, en la que la credulidad para con este tipo de mercachifles y embaucadores era enorme. De esa candidez se aprovecharon estos chiquilicuatres que montaron un tinglado ciertamente asombroso, con la construcción de una basílica faraónica (eso sí, de un pésimo mal gusto estético...), con una supuesta religión apartada de la Iglesia Católica convencional, con sus papas, sus cardenales, obispos, sacerdotes y monjas, con sus feligreses sujetos a estrictas normas morales de corte tridentino, medieval.
A través de esos cuatro capítulos iremos conociendo la génesis de la secta, con las primeras presuntas apariciones a los niños, alrededor de las que se convocaron espontáneas reuniones de curiosos o gente realmente creyente en aquellos supuestos hechos, y veremos también cómo Clemente, con el concurso de Manuel, supo concitar en su persona esos supuestos éxtasis, esas apariciones, para ir formando a su alrededor una creciente legión de crédulos sobre lo que fue cimentando su progresivamente más poderosa comunidad. Con un criterio cronológico, la miniserie nos va contando la historia de esta escisión herética, por llamarla de algún modo, con las artimañas que los dos pícaros fueron urdiendo para forjar un entramado seudorreligioso-económico con el que pegarse la gran vida, aunque para ello tuvieran que vestir hábitos talares, negras sotanas preconciliares, y aparentar una rígida moral que, en realidad, no era sino la farisaica fachada de una vida disipada y dada a la lascivia y la concupiscencia.
Conoceremos así las trapisondas de Clemente hasta convertirse en el papa Gregorio XVII, el accidente automovilístico en el que perdió los ojos y, con ello, lógicamente, la vista, al romper con la cabeza el cristal delantero de su vehículo en un choque frontal. Conoceremos sus andanzas hasta que le llegue la muerte mientras celebraba misa, y su sustitución entonces por Manuel Alonso Corral como Pedro II; por cierto que ninguno de los pontífices de Roma había tomado ese nombre, considerándose que nadie debía llamarse a sí mismo heredero directo de Pedro, el fundador de la Iglesia... hasta que llegó el pícaro Manuel para acabar con ese remilgo... A la muerte de este lo sustituye Ginés Hernández, otro de los prelados palmarianos, quizá el más caradura de todos ellos (y los anteriores “pontífices” la tenían de cemento armado...), que ascendió al “solio” de San Pedro con el nombre de Gregorio XVIII y se constituyó de inmediato en azote de las imaginarias inmoralidades de los aterrorizados fieles, aunque pocos años después de su ascenso a la cátedra pontificia palmariana, él mismo se fugó con una feligresa, en lo que supuso el comienzo de una espiral esperpéntica difícil de concebir por el guionista de mente más calenturienta...
Esa suma de disparates de todo tipo, a cuál más sorprendente y abracadabrante, está puesta en imágenes con buen criterio por Israel del Santo, cineasta que se ha especializado en historias de corte documental, y que con el auge de las plataformas parece haber encontrado la fórmula ideal para su carrera, con miniseries como esta o como la posterior titulada Lola, sobre la genial Lola Flores.
El creador y director de la serie utiliza para ello una ingente cantidad de material de archivo de la época, con fotos y filmaciones, además de usar con habilidad noticias de prensa e incluso audios del propio Clemente, que ciertamente tenía una poderosa voz de bajo, que no es extraño sugestionara hipnóticamente a los fieles más susceptibles. También recurre Del Santo a dramatizaciones bien urdidas, con actores de notable parecido con los protagonistas de esta historia de pícaros y engañabobos, resultando todo ello en una obra notable, que llega con facilidad al espectador y le pone al cabo de la calle, de forma amena, de las trapisondas de estos buscavidas que se encontraron, sin pretenderlo, con un tesoro en forma de la credulidad oceánica de personas de buena fe pero escaso caletre, prestos a aflojar la faltriquera creyendo con ello ganar el Reino de los Cielos.
Con un montaje ágil y bien trenzado, se presentan en pantalla también fragmentos de entrevistas con muchos de los testigos de la época, incluido, entre otros, el taxista Calixto León, uno de los primeros videntes, que ciertamente transmite una inquietante sensación de verosimilitud, en lo que supone las declaraciones de un viejo que realmente creyó tener una visión mística. También serán entrevistados antiguos fieles que cuentan cómo era la vida dentro de la secta, y las tremendas dificultades para salir de ella, no solo dificultades físicas, económicas o familiares, sino sobre todo psicológicas, de auténtica dependencia. Habrá lugar también para las entrevistas con periodistas que cubrieron los primeros años del Palmar, así como con expertos en el tema, psicólogos, teólogos, españoles y extranjeros, gente muy documentada que narra con precisión el voraz engranaje económico que puso en órbita a la secta, pero también su inquisitorial política para manipular y aterrorizar a los fieles, y las no siempre demasiado ocultas presiones para que los novicios y curas jóvenes accedieran a las demandas de ayuntamiento carnal de Clemente y su “curia”. Con buen criterio, Del Santo (qué apellido tan propio, por cierto, para el tema...) da la palabra también a actuales religiosos que permanecen en la secta, que hablan sin ambages de su fe y de su creencia real en los postulados de la Iglesia Palmariana.
El conjunto es armónico a fuer de poner en imágenes uno de esos fenómenos que, ciertamente, hacen dudar de la capacidad del ser humano para distinguir la verdad del embaucamiento, la realidad de la engañifa, en la que dos pícaros, y sus sucesores en ese sendero como de Rinconete y Cortadillo, se aprovecharon de la credulidad de miles de personas en todo el mundo, que creyeron de buena fe en la veracidad de aquella sarta de patrañas de una panda de desalmados que los esquilmaron y, literalmente, les arruinaron la vida.