CINE EN SALAS
El buen aficionado al cine sabe que el wéstern clásico murió hace ya casi cincuenta años; solemos poner la cruz de su defunción en El último pistolero (1976), de Donald Siegel, que fue la última película protagonizada por John Wayne, ya herido de muerte por la enfermedad que se lo llevaría al otro mundo, un wéstern a la antigua usanza, crepuscular, melancólico, que fue un arquetípico canto del cisne de un género (a la clásica manera) que, como todo en esta vida, tuvo un principio y un final. Por supuesto, después se han hecho muchos wésterns, pero ahora los llamamos, parece que acertadamente, neowésterns, porque, aunque muchos de ellos participen al menos en parte de las constantes del género clásico, también introducen muchas novedades y, sobre todo, son muy autoconscientes de que están haciendo un género que se reputa(ba) inmortal, y probablemente lo sea, aunque en distintas fases y con diversos ropajes temáticos y estéticos.
La acción se desarrolla fundamentalmente en los Estados Unidos de América, a mediados del siglo XIX, en concreto en el tiempo aproximado que duró la Guerra de Secesión (1861-1865). Conocemos a Vivienne, primero niña en lo que podría ser Canadá (por su origen francófono), que sufre la muerte de su padre durante una guerra; ya adulta, se ennovia en San Francisco con un petimetre ricachón que la aburre soberanamente; cuando conoce a Holger Olsen, un maduro varón procedente de Dinamarca, se da cuenta de que ha encontrado a su media naranja. Juntos viajan hasta un inhóspito lugar en Nevada, que él tiene idealizado, pero que resulta ser poco más que una pocilga. A pesar de ello, ambos serán felices en aquellos parajes; en el pueblo la ley “de facto” es la del cacique del lugar, Alfred Jeffries, un tipo sin escrúpulos que hace tándem con el a la vez banquero y ...
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El cine y la televisión australiana, aunque no lo parezcan, son una auténtica potencia audiovisual. Para que nos hagamos una idea, la IMDb censa, cuando se escriben estas líneas, más de 158.000 productos audiovisuales de nacionalidad australiana hechos a lo largo de toda su historia, mientras que los españoles solo llegamos a los 106.000 títulos, cuando España prácticamente duplica la población de la nación de los canguros. Quiere decirse que, aunque nos llega poco cine y poca televisión, Australia es un gigante en ese aspecto, y muchas de sus producciones tienen interés. Es el caso de esta La ciudad secreta, rodada en su gran mayoría en la capital del país, Canberra, que es esa “ciudad secreta” del título, en lo que podría considerarse una especie de homenaje, en una serie de dos temporadas, con 6 capítulos en cada una de ellas, con una temática que juega con habilidad con temas como la política, las intrigas palaciegas (entendiendo lo de palaciego, lógicamente, de forma amplia, como metáfora de la lucha por el poder), las relaciones exteriores y el crimen, todo ello con una protagonista periodista que se verá zarandeada por el peligroso caso que investiga, con ramificaciones en las altas esferas políticas, económicas y sociales del país.
La acción se desarrolla, como decimos, en su mayor parte, en Canberra, aunque comienza en China, donde vemos cómo una mujer se quema a lo bonzo en China al grito de “Tibet Libre”, aunque esas quemaduras no serán mortales, pero sí le afectarán de forma importante y tendrá que ser tratada de ello. Ya en Canberra, un hombre corriendo por un puente se tira al río tras ser perseguido por otros; el hombre, antes de lanzarse, se traga unas tarjetas de memoria. Posteriormente, una periodista, Harriet Dunkley, mientras rema por el río como hace habitualmente, ve a la policía sacar un cuerpo del agua. Ya en ...
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A raíz de la muerte de Paul Auster, venimos desarrollando una serie de artículos sobre los escritores de prestigio que decidieron probar suerte en la dirección cinematográfica. Tras un primer capítulo dedicado a Estados Unidos, quizá el país en el que cuantitativa y cualitativamente más se ha dado ese fenómeno, hablaremos de España, que también aporta un buen número de escritores de fama que dieron el paso de enfrentarse a la realización de cine.
Siguiendo con el criterio aproximadamente cronológico con el que estamos afrontando esta serie de artículos, nos encontramos en primer lugar con Jacinto Benavente (1866-1954), fundamentalmente dramaturgo (de toda laya: comedia, tragedia, sainete...), disciplina en la que fue muy prolífico y en la que ganó en su momento considerable popularidad, con títulos que en su época alcanzaron gran fama entre el público, como Los intereses creados, Rosas de Otoño o La malquerida, entre otras muchas. En la España de la época en la que desarrolló su obra, entre finales del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, fue uno de los dramaturgos más apreciados por el espectador, no así por buena parte de la crítica, que le reprochó con frecuencia su superficialidad. En 1922 ganó el Premio Nobel de Literatura, lo que probablemente le permitió afrontar el resto de su abundante obra con mayor seguridad en sí mismo. Benavente probó suerte como director en el nuevo invento del cinematógrafo a finales de los años diez del siglo XX, en plena etapa del cine mudo, con (como era de esperar) sendas adaptaciones de dos de sus obras, Los intereses creados (1919) y La madona de las rosas (1919), si bien no debió quedar demasiado contento del resultado porque nunca más volvió a reincidir. Por supuesto, dada su enorme popularidad, su obra ha sido versionada por otros muchos directores, tanto en cine como en televisión, tanto en España como en el extranjero (por citar solo algunos ejemplos: Estados Unidos, Italia, Polonia, Suecia, Portugal...).
Coetáneo de Benavente sería Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), novelista, periodista, ensayista, historiador, traductor, ocasional dramaturgo y, además, político muy activo (de corte republicano, anticlerical y con fuerte preocupación social). Sus novelas gozarían de un extraordinario éxito a partir de la publicación de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, convirtiéndose en una estrella literaria, especialmente en Estados Unidos, donde esta novela se ha versionado varias veces. Otras obras suyas gozaron de gran popularidad, tanto en España como en el extranjero, como Sangre y arena, Arroz y tartana, Entre naranjos o La barraca. Fuertemente atraído por el nuevo fenómeno de entretenimiento que era entonces el cinematógrafo, Blasco Ibáñez afronta en 1917 el salto a la dirección, lo que hará de la mano de Max André como codirector, adaptando a la gran pantalla su novela Sangre y arena, que había publicado con gran éxito en 1908. Sin embargo, no volvió a repetir la experiencia, a pesar del éxito popular que esta adaptación consiguió. Sus novelas han sido objeto de versiones para cine y televisión desde entonces, no solo en Estados Unidos, donde Blasco era muy conocido en las primeras décadas del siglo, sino también en otros países como Francia, México, Brasil y hasta Hong Kong, en algu ...
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