Rafael Utrera Macías

Introducción

Don Miguel de Unamuno publicó, en 1902, una novela titulada “Amor y pedagogía”; relata y describe en ella un experimento pedagógico mediante el cual un padre planifica y organiza la vida de su hijo, desde antes, incluso, de su nacimiento, hasta el final de la misma. Obviamente, se trataba de una ficción, fruto de las preocupaciones intelectuales del pensador vasco, así como de su posicionamiento ante determinadas cuestiones relativas al concepto de educación, al menos en su acepción más pragmática, combinadas con otros múltiples planteamientos vitales y artísticos que eran objeto de personalísimo debate en los inicios de su novelística.

En esta pieza literaria, don Avito Carrascal es el personaje de ficción que actúa como experimentador pedagógico; su hijo, Apolodoro, el resultado de sus preocupaciones biológicas, en el más amplio sentido del término, y el sujeto/objeto en quien estas se harán efectivas, ya sea de modo positivo o negativo.   

Por su parte, Fernando Fernán-Gómez dirigió, en 1977, una película, Mi hija Hildegart, según guion del propio cineasta y de Rafael Azcona, tomando como base los documentos publicados por el periodista Eduardo de Guzmán y, posteriormente, su libro “Aurora de sangre”, donde relataba la historia de una madre, Aurora Rodríguez, y de su hija, Hildegart; aquella había educado a esta bajo unas condiciones y circunstancias tan rígidas y exigentes como severas, a las que la niña había respondido con sorprendentes capacidades vinculadas a la evidente precocidad y a lo sorprendentemente prodigioso.  Fue ésta una historia real que acabó dramáticamente con el asesinato de la hija a manos de la madre; el filicidio se llevó a cabo el 9 de junio de 1933.

Más recientemente, en 2020, Almudena Grandes publicó la novela “La madre de Frankenstein”, perteneciente a la serie “Episodios de una guerra interminable”. La autora sitúa la acción en la postguerra española y, entre otros personajes principales, como los psiquiatras españoles de mayor prestigio y fama en esos momentos, se detiene en Aurora Rodríguez Carballeira, la madre de Hildegart, recluida en el hospital de Ciempozuelos, años después de asesinar a su hija. Esta singular mujer, junto a diversos protagonistas, reales o ficticios, permite a la novelista trazar una panorámica social de amplio espectro donde el estado de la España franquista pone al descubierto la situación verídica de una población abatida por la pasada guerra civil y el presente estado militar que dirige y organiza la vida, ordinaria y extraordinaria, de una sociedad tan triste como triunfante.

En las páginas que siguen, nos referiremos a estas figuras de ficción (Apolodoro en Unamuno) o reales (Aurora/Hildegart, en Guzmán, Fernán-Gómez, Grandes), sometidas a imperiosas manipulaciones ya por parte del padre, en el primer caso, o de la madre, en el segundo, donde el amor, en sus diversas variantes, entabla batalla contra la impuesta pedagogía, a fin de que, finalmente, sea la muerte quien triunfe en esta absurda cruzada.


Miguel de Unamuno. “Amor y pedagogía”

Unamuno se inició como novelista a finales del siglo XIX con “Paz en la guerra”, donde el realismo de las descripciones era rasgo peculiar de este género literario. Por el contrario, en su segunda obra, “Amor y pedagogía”, publicada a principios del XX, - Barcelona. 1902-, los argumentos utilizados están desprovistos de cuanto no contribuya a definir y concentrarse en el meollo básico de la cuestión, aquí sintetizado en el título del libro, sobre el que se irá tejiendo el principal conflicto interpersonal y, al tiempo, desentrañando cuantos corresponden a la idiosincrasia de cada personaje.
“Amor y pedagogía” abrió la colección “Biblioteca de novelistas del siglo XX”; sus editores estimaron que el volumen unamuniano era demasiado breve para inaugurar su previsto listado, por lo que el escritor vasco añadió  un denominado “Apuntes para un tratado de cocotología” que se unía a los preceptivos prólogo/epílogo, y donde no faltaban explicativos dibujos relativos al tema tratado: las pajaritas de papel; ya sabemos que Don Miguel era un experto en papiroflexia, no sólo en la historia de ésta, sino en “construir”, con el modelado en papel, una diversidad de animales de múltiples y variadas formas. Ilustró a sus lectores, incluso, con la procedencia de la palabra “cocotte”, no sin advertir su primer significado en francés, relativo a las citadas pajaritas, y, en modo alguno, a su segundo, en popular referencia a “mujer de vida alegre…”.


Don Avito Carrascal

El personaje principal se llama Avito Carrascal, un hombre que vive de sus rentas y habita en casa de huéspedes. Su formación científica combinada con sus manías lo muestra tan entusiasmado con el progreso como, al tiempo, enamorado de la sociología y, ello, sin perder de vista que, a su alrededor, todo debe ser lo más científico posible. Podría decirse que “anda por mecánica, digiere por química y se hace cortar el traje por geometría proyectiva”. Sin embargo, su fuerte está en la pedagogía y si se trata de “pedagogía sociológica”, mucho mejor. Cuando el lector lo conoce, el protagonista estima que ha llegado la hora de buscar esposa, y ello no tanto por el amor que se procura ni la aconsejable compañía, sino por disponer de la mejor mujer capaz de alumbrar el hijo en quien fomentará cuantas exigencias de la ciencia sean necesarias.


Entre Marina y Leoncia: ¿dólico-rubia o braquimorena?

En la elección y selección de la mujer más dotada para ser la mejor madre, procede a la conquista de Leoncia, “la dólico-rubia de anchas caderas además de turgente y levantado pecho”; al tiempo, conoce a Marina, la braquimorena, “sueño hecho carne, con algo de viviente arbusto en la encarnadura”. Así, pues, empiezan a “chalanear ciencia e instinto”: el casamiento con ésta no impedirá acordarse de aquella, de manera que lamenta no poder fundir a ambas mujeres en una sola. Dada semejante imposibilidad, Avito se ilusiona con el esperado embarazo de su sosegada  esposa quien, con paciencia, soporta el cientifismo de su marido tal como se comprueba en,  por ejemplo, el vaso de agua estará rotulado con H2O y el salero con ClNa; además, continuadamente, recibe los oportunos consejos sobre esta o aquella comida, por cuanto esos alimentos favorecerán su estado de buena esperanza; tal como el esposo argumenta, ahora debe comer más “con la reflexión” que “con el instinto”, única manera de fomentar el cientifismo por cuanto la educación empieza, precisamente, en la gestación.    


Apolodoro o Luis    

Nacida la criatura, resuelve nombrarlo Apolodoro, “don de Apolo, de la luz del sol, padre de la verdad y de la vida”, porque el griego es la lengua de la ciencia, y ello, no sin ardua discusión científico/lingüística con don Fulgencio, su amigo el filósofo, y, aún más, con su mujer, que, a escondidas, ha llevado el niño a la iglesia para bautizarlo con el nombre de Luis, el abuelo materno, es decir, el padre de Marina. La educación del chiquillo, primero, del adolescente, después, del adulto, finalmente, es un trasiego de órdenes y consejos que el padre le va procurando a lo largo de los años en favor de una formación que tenía por fin, según él, crear un genio, una figura, social y científicamente, fuera de serie. Muy al contrario, la madre le ha rodeado de cariño, de connivencia en sus costumbres y creencias, de amor maternal más allá de todo cientifismo y razonamiento.


Por ello, Avito culpa a la materna herencia recibida de los confusos resultados que se van observando en la conducta, comportamiento y actitudes de su descendiente, en quien puso las máximas ilusiones de su cientifismo utópico, de su inflexible e implacable pragmatismo. Lo mismo le enseñó a escribir con ortografía fonética como dibujar pajaritas de papel para aprender la didáctica de las formas geométricas; y los paseos, más allá de tomar el sol y el aire, servían para calibrar, medir, analizar, con la brújula, con el higrómetro, con el barómetro…


Rosa, la hermana de Apolodoro

Algún tiempo después, Apolodoro tendrá una hermanita. El padre, Carrascal, piensa en eso del “feminismo” y, como para él, la mujer es “un postulado… un ser eminentemente vegetativo…”, se reafirma en lo que, desde hace tiempo, viene pensando: que “no hay cuestión feminista, no hay más que cuestión pedagógica”. Posteriormente se percatará de que Rosa, la niña, anda y habla aún más prematuramente de cuando lo hizo su hermano, sin duda porque parece más despierta que él. Pasado el tiempo, el muchacho parece haberse enamorado, a lo que el amigo don Fulgencio sentencia que, quien iba para “genio”, se quedará en simple “talento”; a ello, el padre, Avito, sólo puede preguntarse: “Y, ahora, ¿qué hace la pedagogía?”


Apolodoro (para su padre), Luis (para su madre), ha puesto sus ojos en Clarita, la hija de don Epifanio, el profesor de dibujo de quien el mozo recibe clases. Naturalmente, se ha enamorado de ella hasta los huesos… pero, el día menos pensado, se cruza con Federico que, en jugoso juego de palabras acerca del yo y el tú, se niega a reconocer ningún derecho al “primer pretendiente”. Precisamente éste, se pone a pensar y repensar en lo que, el tal Federico, le hace considerar…


La literatura como solución

Y como se siente una víctima del amor, estima que lo mejor es hacerse literato. De manera que escribe una novelita que, incluso, se publicará en una revista. A Clarita no le gusta, y menos que sea ella quien aparece como materia literaria; en consecuencia, la elección de Federico como prometido, no parece tener duda. Apolodoro se dice a sí mismo: ¡Fracaso! ¡Fracaso completo!  Y tras enrevesada conversación con el melenudo y sacrílego poeta Menaguti, quien le canta las cuarenta en latín, le ofrece como solución “¡matarle!” o “¡matarte!”. Es lugar común, en cualquier conversación, oír o decir: “sí, ese que iba para genio”, o el que “su padre le ha echado a perder con la pedagogía”, “…y con la ayuda de don Fulgencio”. A éste, precisamente, le confía el joven desesperado que él es “como ustedes me han hecho”.  

Una enfermedad causada por la pedagogía

Ya en la calle, Apolodoro piensa que es “un genio abortado”, de manera que, quien no cumple su fin, “debe dimitir”. Y para sí se dice: “…dimito, dimito, me mato…”, a pesar de los consejos recibidos, acerca de que, antes de morir, tenga hijos, único modo de fomentar la inmortalidad. Todavía, Apolodoro mantendrá conversación con su padre y tendrá ocasión de reprocharle las esperanzas concebidas sobre él y su futuro; a su vez, el antecesor se justificará, en nombre de la ciencia, que no lo engendró para que fuera feliz, sino para el bien de la Humanidad. Pero, se ha interpuesto el Amor, que es anti-pedagógico, anti-sociológico, anti-todo…; siempre el amor interponiéndose en las grandes empresas. De resultas de esa discusión paterno-filial, el padre asevera que Apolodoro es víctima del amor y, a ello, el hijo responde que su enfermedad está causada por la pedagogía. Y, mientras, el ascendiente sentencia que “No haremos con la pedagogía genios mientras no se elimine el amor”, el descendiente le pregunta “¿Y por qué no hacer del amor mismo pedagogía, padre?”.


Apolodoro, sintiéndose fracasado como escritor y como novio, se plantea su porvenir, no sin antes intentar hacerse inmortal con Petra, la criada, tras lo cual sintió una enorme vergüenza, además de asco y, por supuesto, desprecio de sí mismo. Sobre la mesa puso un taburete; preparó un fuerte cordel que descendía del techo. Hizo lo que debe hacer un ahorcado: desvanecerse.  


“Hijo mío, hijo mío”, le dice don Avito a su hijo. Y la madre, tomando a Avito entre sus manos le dice: “¡¡hijo mío!!” Y éste responde: “¡¡madre!!”


El amor venció a la pedagogía…. Y la vida, nada auténtica, nada propia, sólo había conducido al suicidio, es decir, al fracaso.

Ilustración: Portada de la novela Amor y pedagogía, de Miguel de Unamuno.

Próximo capítulo: Amor y pedagogía (II). Aurora e Hildegart Rodríguez según Eduardo de Guzmán.