Enrique Colmena
Con motivo de la muerte del actor neoyorquino Christopher Reeve se ha dicho, jugando un poco con el tópico pero desde luego en este caso con toda la razón del mundo, que se convirtió en un superhéroe de verdad a raíz del accidente hípico que le confinó, para el resto de sus días, en una silla de ruedas. Su elección por Richard Donner como el protagonista de "Superman" es cierto que le lanzó a la fama, pero también le encasilló en el papel, que repetiría hasta tres veces más, a pesar de que el actor intentó evitarlo con incursiones en el género romántico ("En algún lugar del tiempo", deliciosa historia de amor de Jeannot Swarcz), el drama religioso ("Monseñor"), el drama de época ("Las bostonianas", del entonces muy entonado James Ivory) o incluso el género de terror ("El pueblo de los malditos", la última buena película de John Carpenter). Y es que era difícil ver a Reeve, aunque fuera vestido con ropa de calle, y no pensar por un momento que iba a abrirse la camisa para dejar ver la gran S roja de Superman y salir volando...
Su caso fue de auténtica mala suerte: la caída no sólo le dejó tetrapléjico, sino que ni siquiera podía respirar con sus propios pulmones. Hasta su muerte tuvo que estar conectado a un pulmón artificial que hacía el trabajo mecánico que su aparato respiratorio no podía realizar. Tampoco podía mover la cabeza, al tener insensible el cuello. Era, en fin, sólo un rostro que, afortunadamente, al menos podía mover los músculos faciales sin mayor problema. A pesar de todas estas enormes penalidades, Reeve fue durante los nueve años de su calvario un convencido activista por los derechos de los discapacitados y un firme denunciante de la política de la Administración Bush de no pemitir la investigación con células madre, que se ha demostrado (sin ir más lejos en un laboratorio español, donde consiguieron que cobayas inválidas recuperaran la mayor parte de su movilidad mediante injerto en la columna vertebral de células madre de su propio organismo) puede acabar, a medio plazo, con la lacra de la discapacidad motriz.
He ahí entonces al héroe de verdad. No llevaba leotardos azules con botas rojas, ni capa a juego, también bermeja, sino que estaba atado perpetuamente a una silla de ruedas especial, con su respirador siempre visible, como un atalaje imprescindible, con su rostro erguido sólo gracias a unos reposacabezas laterales. Pero con tan poco movimiento fue capaz de volver a interpretar, aunque lógicamente limitado por su discapacidad física, en una nueva versión, ahora tan dramáticamente real, de "La ventana indiscreta", de Hitchcock; y fue productor ejecutivo, e incluso dirigió algunos telefilmes. Paralelamente, fue un paladín de la causa de los discapacitados extremos y llegó a ser recibido en el mismísimo Congreso de los Estados Unidos para dar a conocer su voz (ninguna tan autorizada) sobre la investigación científica de una enfermedad que, por causa de los accidentes de tráfico, puebla de sillas de ruedas los países ricos (en los pobres lo que los pueblan de muletas -allí no hay dinero para elementos más sofisticados-son las minas antipersonas; pero ésa es otra historia...).
Un héroe de verdad, al fin, aunque le costara nueve años varado sobre sí mismo, aunque finalmente le haya conducido a la muerte. Descanse en paz, ahora más que nunca, nuestro superhéroe favorito.