Rafael Utrera Macías

En recuerdo de Antonio Nieto Valverde, empresario del cine de verano Ranchito.

Un trabajo de investigación universitario, en el ámbito de la comunicación audiovisual, y unas proyecciones cinematográficas, vistas en la misma orilla del mar, nos permiten actualizar experiencias propias vividas como espectador, primero, y como investigador interesado, después, en la modalidad de la exhibición conocida como “cines al aire libre” y “cines de verano”.

En efecto, a lo largo de varios meses, los estudiantes Laura Romero García-Baquero y Francisco J. Sosa González han elaborado un amplio dossier bajo la genérica etiqueta de “Periodismo de investigación” y el específico tema de “Cines de verano”, dirigidos por la profesora Lorena Romero, de la Universidad de Sevilla. Participamos en el mismo, al decir de los jóvenes investigadores, como “experto”; aportamos, en larga entrevista, particulares opiniones y publicaciones propias sobre el particular. En fechas recientes, hemos tenido oportunidad de conocer sus resultados y, al tiempo, comprobar el interés de estudiantes de Periodismo y de su profesorado por un asunto que, a primera vista, puede parecer de escasa relevancia investigadora.

De otra parte, como decimos, las proyecciones de películas vistas en algunas playas del sur andaluz, nos permitiría señalar similitudes y diferencias entre “cine al aire libre” y “cine de verano”; al tiempo, organizar el pertinente parangón entre cómo funcionaban en el remoto pasado (atendiendo a comportamientos del espectador, características y lugares de proyección, tipología de filmes ofrecidos, etc.) y qué uso suelen tener hoy, en la mismísima temporada veraniega de 2014.

Del cinema al aire libre

Unas calas en la literatura, tanto en poesía como en prosa, evidenciarán el impacto habido en el propio escritor o la oportunidad de utilizar ese espacio lúdico como lugar de acción de los personajes por él creados. Allá por 1900, Luis Ram de Viu en su poema “Cinematógrafo” calificaba a éste de “muy bello” y, además, “al aire libre”. Después, Rafael Alberti, en su libro “Marinero en tierra”, escribe “Verano”, donde un supuesto personaje dialoga con su madre sobre el carácter verdadero o falso de la imagen proyectada, precisamente, en un cine “al aire libre”. En entrevista mantenida con el poeta, nos declaró que sus primeras experiencias cinematográficas tuvieron lugar en la playa de La Puntilla, en El Puerto de Santa María, donde la pantalla, en aquellos primeros años del siglo XX, era colocada entre dos barcas.

La temática ofrecida por el poeta andaluz parece mantenerla Ramón J. Sender en su conocida La tesis de Nancy, novela desarrollada en Andalucía, de manera que retoma semejante asunto por cuanto los sucesos narrados “le pasaron en un cine al aire libre” al personaje; espacio al que acudía por primera vez, por lo que en aquella pantalla veía “un mar que no era la mar, y hombres que eran hombres y no eran hombres al mismo tiempo”.

Más allá de tales situaciones argumentales y de semejante clima, la cotidiana realidad se incorporaba a la ficción hasta el punto de anularla, de manera que una proliferación de ruidos externos hacía inaudible la banda sonora en más de una ocasión. El escritor gaditano Fernando Quiñones, autor de Las mil noches de Hortensia Romero, puso en boca de su personaje, “Legionaria”, las molestias causadas a quienes estaban viendo la película en un “cine de verano” por el pitido de un barco situado cerca del muelle.

La experiencia del espectador en el “cine al aire libre” es tan vieja como el mismo cinematógrafo y no ha sido exclusiva sólo de climatologías favorables, como las del sur, aunque, obviamente, éstas las han favorecido. El ejemplo de la capital gaditana, allá por los comienzos del siglo XX, es canon aplicable a buena parte de ciudades y poblaciones de otras latitudes. El “cinematógrafo público” se situaba “al aire libre”, en lugar idóneo tal como parques, jardines, vías anchas o plazas espaciosas y acogía a un público heterogéneo dividido en “sentados” en silla (propia o ajena), con entrada abonada, y espectadores de “a pie”, dado que de esta forma veían la película gratuitamente. La orilla del mar no fue una excepción; tal como escribió Carmen Conde, en su libro Júbilos, allá por los comienzos del sonoro, tituló un texto “El cine en la playa”: las hijas de pescadores, pobres, descalzas, son llamadas para acudir al cine y, como otros elementos de la naturaleza, se disponen a sentir la “felicidad de las imágenes doradas”.

Ese “cine en la playa” remite a un primitivo cinematógrafo donde, a día de hoy, el espectador elige entre sentarse en la arena o llevar su propia butaca. La correspondiente concejalía del ayuntamiento contrata a una empresa que, en virtud de las nuevas tecnologías, sustituye barcas por pantalla hinchable, caseta de bañista donde ocultar la máquina proyectora por silencioso y portátil ordenador y cinta de película, antes recibida en pesados y numerosos rollos, por ligerísimo disco dvd o blu-ray.

La selección de títulos para la temporada estival está hecha con generoso criterio popular y las películas ofrecidas suelen corresponder a los “blockbusters” del año, con predominio del cine norteamericano y, en general, ausencia de cine español, salvo excepción que confirme la regla. Pocos minutos después de la palabra “fin”, el tinglado ha desaparecido y la playa seguirá con su mar, arena y luna como si ninguna causa ajena a la misma, múltiples decibelios incluidos, hubiera interrumpido su natural esencia. Es genuino “cine al aire libre” por cuanto no hay espacio previo acotado ni cobro alguno de entrada. Por el contrario, se ha impuesto el término “cine de verano” tanto en el ámbito profesional como en el del usuario o espectador; en la actualidad, los anuncios en prensa así parecen indicarlo.

Cines de verano: del orto al ocaso

A lo largo del siglo XX, tanto en la etapa muda como en la sonora, los “cines de verano” acogieron preferentemente a un vecindario que buscaba en este espectáculo, antes que las excelencias de una interpretación o el interés por un título, el entretenimiento capaz de paliar los rigores de la climatología. Muy probablemente, estos locales fueron durante muchos años en las grandes urbes del sur, el espacio abierto donde, por poco dinero, pudieron respirar gratificantemente los habitantes de callejones, patios y casas de vecinos.

La asistencia del espectador a los “cines de verano” fue conformando una normativa donde espontaneidad y sentimientos se hacían con frecuencia patentes; estas manifestaciones primarias confirmaban el poder subyugante del cine como "fábrica de sueños"; más allá de la mera visión, la estancia podía completarse con la visita al ambigú para consumir productos de la "selecta nevería" o la consabida ración de "pescaíto frito", según rezaban los anuncios de la propia sala.

Un aspecto curioso de esta modalidad de exhibición lo constituía la programación; en poblaciones pequeñas donde la asistencia al “cine de verano” era más numerosa que en invierno (en el supuesto de que ésta existiera), los mejores títulos se programaban en periodo estival, al contrario de lo que solía ocurrir en capitales y ciudades donde los circuitos de exhibición se preocupaban por guardar los mejores títulos para el invierno.
Las películas exhibidas en estos cines incluían básicamente las que el experto denominaría "de baja calidad cinematográfica"; por el contrario, son un magnífico banco de títulos para comprobar con seguridad cuáles eran los gustos populares del momento, además de poder descubrir aspectos sociológicos de interés.

La década de los años cuarenta del siglo XX es la que mayor número de cines de verano mantuvo en Andalucía; en la capital, Sevilla, podían contarse hasta setenta mientras que en Málaga la historiadora María Pepa Lara advierte que, a partir de los años cincuenta, los “cines de verano” elegirían los barrios de la ciudad para una mejor y más amplia captación de espectadores; casi treinta locales de estas características se contabilizaron en esta ciudad en la década de los setenta.

Posteriormente, como espectador interesado en esta modalidad de exhibición, llevamos a cabo una encuesta al final, precisamente, de los años setenta; el número de locales había descendido hasta veintidós, por lo que determinados elementos ajenos a la cinematografía parecían incidir sobre la existencia de estas salas y sobre un espectador que satisfacía su ocio de otros modos. La ciudad andaluza con mayor número de cines de verano en ese momento era Sevilla; se chequearon todas las salas que se anunciaban en la cartelera diaria publicada en los diarios de mayor difusión dentro de la región desde el 1 de Junio al 26 de Septiembre, fechas de comienzo y terminación real de la temporada. El balance sumó un total de 738 títulos proyectados en 22 locales.

Si damos por supuesto que las películas con más días de exhibición son las que mayor aceptación tuvieron y agrupamos los títulos dentro de una elemental tipología de géneros, comprobaremos que los de mayor aceptación fueron: la comedia española sobre el sexo, los spaguetti-western de tipo paródico, los de acción pura y dura. Atendiendo a otros parámetros cinematográficos, las preferencias del espectador anteponían el cine de “acción” al de “reflexión”, el de “pasatiempo” al de “testimonio”, la “interpretación” a la “dirección”, el “color” al “blanco y negro” y la “comedia sentimental” al “drama”.

Los hábitos del espectador se modificaron con la llegada de nuevos aparatos de moderna tecnología, frigorífico, televisor y aire acondicionado, que ofrecían en su propia casa aquellos factores climáticos o de entretenimiento antes buscados en el “cine de verano”. Su repercusión sobre las salas cinematográficas no se hizo esperar: esta modalidad de exhibición ha desaparecido como tal en el último tercio del siglo XX y, a día de hoy, se ha convertido en aislado testimonio.

Los investigadores arriba citados han visitado uno de los pocos locales que se mantiene como “cine de verano” en condiciones muy similares a como estos cinematógrafos lo hacía en tiempos pretéritos. Es el caso de “Cinema Tomares”, sito en esta localidad sevillana y propiedad de don Rafael Cansino (foto adjunta); situado en el patio de su propia vivienda desde su fundación en 1964, ha funcionado como empresa familiar heredada de padres a hijos. Tras cumplir medio siglo de funcionamiento, se plantea la continuidad bajo un incierto futuro al que no son ajenas las nuevas tecnologías y la precariedad de un negocio que ha tenido más de ilusionada actividad que de productivas ganancias económicas.

Avanzado el siglo XXI, son muy escasos los locales de verano pertenecientes a empresas privadas. Por el contrario, en los últimos años esta modalidad de exhibición ha proliferado fomentada por instituciones, ayuntamientos, diputaciones, universidades, que conservan la fórmula veraniega de espacio abierto aunque la “fritura de pescado”, la “selecta nevería” o, incluso, las populares pipas de girasol hayan sido sustituidas por hábitos importados donde reinan el cubo de palomitas y los refrescos de cola. Sin duda, los condicionantes son muy otros a los existentes en el siglo anterior; por muy similar que pudiera parecer la estructura, la filmografía es selectiva y autoral, el espectador pertenece a diferente tipología y su contexto sociocultural en poco se parece al que motivó la asistencia a aquellos populares y numerosos “cines de verano”.

Pie de foto: Rafael Cansino. Cine Tomares
Foto: Romero / Sosa