Enrique Colmena
Ya sucedió en otras ocasiones: sin ir más lejos,
Les liaisons dangereuses se versionó casi al unísono por Stephen Frears (
Las amistades peligrosas) y Milos Forman (
Valmont); las aventuras del arquero de Locksley fueron llevadas también simultáneamente a la gran pantalla en
Robin Hood, príncipe de los ladrones y
Robin Hood, el magnífico, y la llegada de Colón a América se llevó al cine casi a la vez en
1492, la conquista del paraíso y
Cristóbal Colón, el descubrimiento.
Pero no había ocurrido, salvo que la memoria me juegue una mala pasada, que hayan coincidido en un solo año hasta tres versiones de una misma historia. Umberto Eco habló hace años de lo que el llamaba
poligénesis, la capacidad de dos personas para escribir a la vez sobre lo mismo (incluso
literalmente lo mismo: entramos ya en el terreno de la taumaturgia…), sin tener noticia una de otra.
No parece que sea el caso, aunque también es cierto que cada una de las tres historias que han hollado el tema de Blancanieves durante 2012 lo ha hecho desde perspectivas muy distintas.
Pero vayamos por partes, como decía Jack El Destripador. El cuento clásico de
Blancanieves y los Siete Enanitos ha formado parte desde tiempo inmemorial de la cultura popular europea, pero fueron los hermanos Grimm los que le dieron la forma con la que la conocemos, al publicarla a principios del siglo XIX.
Convertido en un clásico literario que todas las generaciones de niños desde entonces han convertido lúdicamente en parte de su aprendizaje como seres humanos, sería Walt Disney el que le daría carta de naturaleza definitiva tras llevarlo a la pantalla en 1937, suponiendo uno de esos envites hercúleos a los que, de vez en cuando, el Hombre es tan propenso. Con un bagaje aún escaso y una tecnología que estaba en mantillas, Disney afrontó en los años treinta el reto de producir para la gran pantalla, en formato largometraje y en color (cuando esta técnica aún era excepcional), este cuento de los Hermanos Grimm.
El resultado fue un extraordinario éxito comercial y, sobre todo, forjó en el imaginario de todas las generaciones de niños posteriores los caracteres, los rostros, los comportamientos de los protagonistas de este (en el fondo) cuento tan cruel.
Blancanieves y los Siete Enanitos, según Disney, se convirtió, por tanto, en la versión de referencia, copiada
ad nauseam en los cuentos editados desde entonces, pero también influyendo poderosamente en la iconografía de otras historias similares que el propio Walt, u otros, llevaron posteriormente a la pantalla.
Pero curiosamente ha sido en 2012 cuando nos han llegado tres historias muy diversas sobre ese mismo cuento mítico. La primera por orden cronológico de llegada ha sido
Blancanieves (Mirror, mirror), dirigida por el hindú Tarsem Singh, una versión que se reputa “la visión de la Bruja”, tal vez por el hecho de que la única estrella digna de tal nombre del filme sea Julia Roberts, y ésta no tiene ya edad para hacer de linda muchachita de piel blanca y mejillas rojas… Esta versión de Tarsem se caracteriza por un tono decididamente cómico, con un humor a ratos bastante pedestre, incluyendo en el mismo no sólo a los enanos sino también al mismísimo príncipe azul, lo que podría considerarse un valor, al desmitificar a uno de los personajes principales de la trama, si bien es cierto que su aportación en el cuento original (ese beso final que despierta a la bella) no era precisamente muy relevante… Pero ese mismo tono humorístico a veces le lleva a terrenos más propios de Mel Brooks, perdiendo los papeles con más frecuencia de lo que hubiera sido deseable. Así las cosas, aunque la finta final nos presenta un cambio sustancial sobre el conocido desenlace de la manzana y el beso, lo cierto es que se trata de una versión con algunos elementos interesantes pero que no termina de ser, ni de lejos, una propuesta acertada.
La segunda versión del clásico cuento que hemos tenido en este año apocalíptico (escribo antes de diciembre de 2012, cuando se supone que nos iremos todos a freír espárragos) ha sido
Blancanieves y la Leyenda del Cazador. Si la película de Tarsem Singh apostaba por el humor, esta otra, dirigida por Rupert Sanders, procedente del campo publicitario, ponía el acento (y de qué forma) en el terror. Así, la Bruja tiene poderes como de nigromante y los utiliza devastadoramente; la historia toda está recorrida por un tono tenebroso e inquietante, más de filme de terror que infantil; los efectos digitales, puestos al servicio de la trama y no a la inversa (como tan habitual es, lamentablemente), terminan de convertir esta versión del cuento en la más pavorosa que se haya rodado hasta la fecha.
Así las cosas, la aportación española al tema se puede reputar como muy distinta a los tonos de sus precedentes: ni el humor de
Blancanieves (Mirror, mirror) ni el horror pánico de
Blancanieves y la Leyenda del Cazador. La película de Pablo Berger, titulada sencillamente
Blancanieves, se sirve del legendario cuento para poner en escena una demoledora historia de amor y sufrimiento. Amor entre padre e hija, el primero impedido en una silla de ruedas, la segunda encontrando en su progenitor el único motivo para vivir en la atmósfera de asfixiante represión en la que está sumida por la ominosa vesania de su madrastra. Sufrimiento, porque la chica, a punto de morir por el transfigurado cazador de turno (en este caso el chófer, amante, perro fiel de la Bruja), encontrará temporalmente refugio e incluso éxito en la peculiar compañía de una cuadrilla de enanitos toreros, para finalmente llegar a la catalepsia del cuento, con un final de una tristura infinita, uno de los más amargos que recordamos: no habrá redención, entonces; esto no es un cuento, sino el mundo, este perro mundo, parece decirnos Pablo Berger en la última, y definitiva, vuelta de tuerca a la historia tan conocida.
Poderosamente contada con la sola fuerza de las imágenes y de algunos intertítulos (¡quién nos iba a decir que íbamos a tener que recuperar esta palabra que parecía ya archivada en los desvencijados arcones de los orígenes del cine!),
Blancanieves se convierte de esta forma en una versión muy distinta del clásico, por supuesto, aún manteniendo una estructura vertebral que recorre los hitos más conocidos del mismo. Se transfigura así en un cuento adulto, en un hallazgo para quienes creen que el cine es capaz de reinventarse a sí mismo, como es el caso, partiendo de materiales que pudieran parecer imposibles de recrear con nuevas perspectivas.